Lo mío con Vincent fue amor a primera vista. Quizá, porque fue un fracasado en vida, un sufridor entusiasta dispuesto a maltratarse sin contemplaciones. O porque tengo debilidad por las personas sensibles. El hecho de que sólo vendiese un cuadro en vida, siendo después de muerto uno de los pintores más cotizados, le da a su biografía el punto dramático que le acompañará toda su vida. La locura le perseguiría como una novia despechada, acosándole y obligándole a comportarse de un modo difícil de comprender para los que compartían sus experiencias (que le pregunten a Gauguin). El episodio más famoso y que le convirtió en «el loco del pelo rojo» fue con este amigo pintor que intentó trabajar a dúo con él, en un magnífico proyecto ideado por Vincent. Pero no pudo ser, en una discusión con Gauguin (una de muchas), nuestro impresionista sacó la navaja de afeitar y, ya saben aquello de: cuchillo en mano se liberó de su oreja. Para mí, ese momento forma parte de su esencia artística, fue la manera de demostrarle a su amigo que antes se haría daño a sí mismo que a cualquier otra criatura.
Vincent se siente, en cierto modo, responsable, teme que una recaída suya sería fatal para la economía de su Theo y decide que esta vez será él quien hará algo por él. El 27 de julio de 1890, se marcha al campo y se pega un tiro, con tan mala fortuna (para variar) que no muere. El médico no puede extraer la bala y lo único que queda es esperar a que la sentencia de muerte, que él mismo se había impuesto, se cumpla. Avisan a Theo y éste viaja a Auvers para acompañarle en sus últimos días, fuman en pipa y charlan todo el tiempo. El 29 de julio, siendo el final inminente, Theo se sienta en la cama, sostiene a Vincent en sus brazos y el genio murmura antes de morir: «La tristeza durará por siempre».
"Se puede tener, en lo más profundo del alma, un corazón cálido, y, sin embargo, puede que nadie acuda jamás a acogerse en él." (Vincent Van Gogh)