No supo qué decirle. Le temblaban los labios ante su mirada que parecía evaluarla y juzgarla. Sin saber que ella, al frente, de frente esperaba ser empujada y desgarrada. Él tenía el control parcial de la situación. Era ella quien con su mirada, le indicaba avanzar o retroceder.
La noche se hacía cada vez más negra. De fondo apenas si escuchaban personas caminando (o corriendo) de escape de ese aguacero diminuto que llevaba apenas unos minutos cayendo. Ellos tomaron el bus a tiempo y se bajaron a tiempo. La primera gota cayó justo en el momento en que cruzaron la puerta del edificio y saludaron en casi un suspiro al vigilante. "Ricardo, buenas noches. Una compañera de trabajo". Ricardo, cubierto de cuatro metros de bufanda, musitó algunas palabras de saludo y feliz noche casi incomprensibles y los ojos, que se escondían en ese mar apretujado de lana, cerraban por la modorra y el tedio de doce horas de espera y de apretar el botón de entrada y salida. Subieron cuatro pisos en silencio. Llevaban más o menos dos meses de conocerse, un mes de gustarse, quince días de hablarse con confianza, diez de invitarse en grupo a algo más tarde, cinco de tropezarse, tres de encontrarse las rodillas cuando las sillas pegadas en las reuniones no daban espacio para más, dos de tocarse las manos, uno de invitarse a coger el bus juntos un día de estos ya que eran más o menos vecinos. O eso les gustaba creer. Más menos que más pero cada quién elige la distancia que más le conviene. De hecho, vivían a media hora en taxi el uno del otro. Él la hizo entrar tocándole quedito la espalda como quien quiere presionar con elegancia el ingreso a un espacio común y muy esperado. Ella sintió ese corrientazo de pedazo de tela peluda que pasa por el omoplato desnudo. Le ofreció la silla de enfrente y el sillón y el tapete y la silla del comedor. Realmente no dijo nada. O sí, fue con la cabeza que le indicaba en dónde sentarse. Mejor dicho, le dijo con un trío de gestos siéntese donde usted quiera, bien pueda, pero siéntese, ya. Déjeme tocarla, déjeme sacar todas estas palabras que me obstruyen la manzana de Adán y no me dejan respirar. Déjeme decirle cuántas ganas le tengo. Cuánto quiero abrazarme en cucharita con usted. Ella, que no entendía ese vaivén perdido de la cabeza de él, atintó a poner media nalga en el cojín de la mitad. Lo miró nerviosa invitándola a acompañarla. No supo qué decirle. Le temblaban los labios ante su mirada que parecía evaluarla y juzgarla. Sin saber que ella, al frente, de frente esperaba ser empujada y desgarrada. Él le quiso quitar una pelusa en el hombro. Primero la sopló y luego pensó que era la oportunidad para posar un par de dedos sobre ella. Luego se dijo, listo, aquí fue, y le acomodó un racimo de cabellos no desacomodados para ponérselos detrás de la oreja en donde ya estaban previamente. Empezó a rozarle la frente con la yema de los dedos índice y pulgar, luego la parte superior de la nariz, luego la comisura derecha. Ella, que entraba casi en un estado de taquicardia, se dejaba palpar de a pedazos imaginando a futuro lo que él palparía esa noche. Lo que le dejaría palpar y morder. Se escuchaba la noche por ahí, filtrándose, deslizándose por entre las ventanas y los pinos sembrados en el patio del conjunto. Alguien sonreía en otra ventana ajeno a lo que pasaba en esta mientras veía la televisión. A ellos les quedan las horas y las cucharas artificiales. Poses clásicas y número y letras y cuatros y sesenta y nueves. En la mañana, a la hora de volver a trabajar y de mirarse a los ojos rapidito simulando una dizque frialdad y un aquí no ha pasado nada, se tocarían las rodillas para confirmarse que habría sin duda otra media nalga para sentar.