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Hoy ha sido uno de esos días que podemos llamar “felices”, un domingo en familia, con los niños en un entorno precioso en el que hemos gozado de la compañía de la naturaleza, del mar, de un paseo en catamarán, de un almuerzo de lujo en el mejor restaurante del mundo, a pie de playa en la Isla Saona, quizá uno de los lugares más hermosos que hay, y de regreso, a toda máquina en una lancha que debía capitanear el mismísimo Moisés por la forma en que abría el mar, a treinta nudos sobre los tonos turquesas del mar Caribe.
Un día magnífico, sin duda.
Sin embargo, entre salto y salto propiciado por los 220 CV de cada uno de los dos motores de la lancha, he sentido el estreñimiento de las cinchas de la mochila vital cargada en mi espalda, esa presión de las vidas no vividas y que de tanto en tanto, sin avisar, me asalta. El peso de las vidas que dejé para llegar a la actual y su correspondiente "qué hubiera pasado si..."
Quizá una de las mejores cosas de ser escritor, o la causa de, es que uno puede vivir tantas vidas como desee, propias o inventadas. Historias que nacen, crecen, se reproducen y mueren víctimas del Cucal de la pereza la mayor parte de las veces, o que alcanzan la salida en otras, como ésta.
Quisiera aclarar, estimado lector, que no me siento una persona melancólica, ni sucumbida por el peso de la vida, al contrario, creo que la mía no ha estado mal, no está mal de hecho. He tenido tiempo para hacer cosas de las que me siento feliz, he recorrido media Europa a lomos de una motocicleta, he viajado todo lo que he podido, aunque menos de lo que me gustaría, tengo amigos en casi todos los continentes, un hijo de cada color y más de veinte ahijados en diferentes lugares del mundo, y una vida atípica quizá, pero grandiosa; y sin embargo a veces me pesa el peso que me quité, como a aquellos pacientes a los que les amputan un miembro y lo siguen sintiendo vivo, con sus picores y sus sensaciones, y no lo comprendo.
Las decisiones, las palabras dichas y las que no debería haber pronunciado jamás, las que nunca pronuncié y que sí debería haber dicho, los halagos y los reproches, ambos siempre sinceros aunque muchos equivocados, los pasos dados, las pausas, la gente desterrada, los amigos perdidos, los nuevos encontrados, las oportunidades desperdiciadas y las atrapadas al vuelo, los clavos ardientes, las casas que habité, las mujeres a las que besé y las que deseé haber besado sin éxito, la carne que comí, el alcohol que tomé, los kilómetros que corrí, los hijos que no tuve; las vidas que viví y las que decidí no vivir son las que me han traído hasta el momento preciso en que escribo estas letras, y por eso no cambiaría ni una sola coma de mi novela, ni siquiera entrecomillaría las partes más negras de mi biografía (que no son muchas, por fortuna, pero que quizá sean más negras de lo que me atrevo a reconocer), y aún siendo consciente de todo esto flota sobre mi aura la pregunta maligna de qué habría sido de mi vida si en aquel momento…
¿Por qué no puedo dejar de imaginarme a veces en las otras pieles que habité? No hay pesadumbre, sólo curiosidad.
Deberíamos tener la oportunidad de vivir en paralelo tantas vidas como deseáramos, de manera simultánea, y quizá esa sería la respuesta al desasosiego que produce nuestra vida lineal. Como un escalador que pudiera subir diferentes montañas al mismo tiempo y gozar de todas las vistas a la vez para decidir con cuáles de ellas se queda, quizá con todas... Pero resulta que no podemos hacerlo porque la única forma de gozar de las vistas de una cima es descendiéndola, almacenar en la memoria tantas sensaciones como se pueda, subir a otra y comparar entonces. ¡Eso es hacerse trampas al solitario!, y sin embargo la vida, mi vida, es una sucesión continua de cimas en diferentes momentos imposibles de compaginar, de comparar y de vivir al mismo tiempo. ¡Qué gran trampa!
¿Cómo saber qué paisaje es el más hermoso que podrás alcanzar en tu vida si no sigues acumulando vistas?, pero ¿y si después de haber visto todo comprendes que el mejor lugar para haberse quedado era el primero, cómo cambiarlo? No se puede, y es aterrador.
Quizá debería haberme dedicado simplemente a contemplar los mil tonos de azul y verde de las aguas caribeñas, comprender lo muy afortunado que soy y gozar del instante, cual alumno aventajado de Eckhart Tolle, pero si yo fuera así todavía estaría sentado en la plaza de mi pueblo creyendo que Montserrat es la montaña más bella del mundo y que el Mediterráneo es el mejor mar del planeta.
¿Y si acaso lo fueran, los cambiaría por el inolvidable día de hoy? ¡Jamás!
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