
Su nariz pequeña, achatada, pegada como un minúsculo botón en el segundo tercio de su rostro aniñado, no parecía nada del otro mundo, incluso preconizaba problemas respiratorios. Su voz nasal también delataba algún problema obstructivo en su tabique.
Como en todas las ocasiones que sucedía la pregunta, rehusó contestarla y dio por finalizada la entrevista con ademanes cansinos y semblante resignado. Abandonó la sala seguido por su secretaria personal y regresó a su despacho oval, un lugar con un centro de mando y cuatro pantallas de cincuenta pulgadas dispuestas en arco semiesférico. Pulsó un botón y todas ellas se encendieron. De cada una de las pantallas emergieron imágenes de un mismo rostro, de frente, perfil derecho, izquierdo, y punto de vista cenital. Leyó las características en
una quinta pantalla: país de origen, dimensiones, grado de adecuación en los test realizados y comparativa con los candidatos pre-seleccionados.
Tecleó en su ordenador: Candidato narizotas número veintinueve, dimensiones lineales : diez centímetros en hipotenusa, con cuatro de cateto, test de adecuación : 9,5. Seleccionado.
Después se tomó un vulgar café cuyo aroma apenas diferenciaba de los más selectos, mientras se asomaba a una gran cristalera lateral desde donde veía el laboratorio y su ejército de narizotas elegidos personalmente para el testeo de sus productos. Su gran paradoja en la vida, era haber triunfado gracias a una habilidad que siempre le fue negada. Sentía envidia por cómo aquellos hombres y mujeres, de todas las razas y condiciones humanas, eran capaces, gracias a sus grandes narices y una sensibilidad extrema, de distinguir el mejor perfume pasional de las ninfas del bosque, o el grandioso perfume ejecutivo de las altas esferas. Se tocó su minúscula nariz y decidió seguir con su trabajo : seleccionador de narices.
Texto: Laura Garrido Barrera
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