El sonido del timbre lo sorprendió mientras buscaba un final para un cuento sobre dos marionetas que cobraban vida y decidían huir para emprender una aventura lejos de la persona que cada noche, tras mostarlas en un espectáculo en un bar, las encerraba en una vieja valija de cuero.
Iba a dejar que quién fuera el que estaba llamando, se cansara de esperar y desistiera, pero muy por el contrario, toco hasta cinco veces, motivando que se pusiera de pie, abandonara la computadora y se dirigiera nada contento hasta la puerta de entrada.
Lo aguardaba un hombre de mediana estatura, pronunciada calvicie y un lugar en el cachete izquierdo. Iba trajeado y portaba un maletín marrón. En la mano libre, estirada hacia delante, sostenía una tarjeta de presentación que inmediatamente terminó en poder de Alejandro.
- Perdone - dijo Alejandro, queriendo acelerar el trámite - pero no estoy interesado en comprar nada, así que si me permite...
- ¡Aguarde! Que el que quiere comprarle algo soy yo. Lea la tarjeta. Raymundo Ledarzón, representante editorial.
La respuesta lo tomó con la guardia baja. ¿Un editor en la puerta de su casa? A los pocos segundos, tras leer la tarjeta, el tal Ledarzón estaba en el living de su casa, aprestándose para sentarse en un sillón.
- ¿Puedo? - preguntó educadamente el hombre.
- Claro, disculpe, tome asiento - Alejandro quitaba un par de camisas sucias de una silla cercana para tomar asiento también. Contrariado, observó al calvo sentado en su sillón.
- ¿Cómo supo de mi? Apenas si tengo publicados unos cuentos en antologías de gente amiga. No recuerdo haber enviado originales a su editorial - miró la tarjeta que tenía en sus manos, tratando de buscar el nombre de la casa editora que el hombre representaba - y sinceramente no estaba buscando publicar.
- Es que uno olfatea en el aire a un buen escritor con futuro. Por eso me he llegado. Además, he visto sus datos en el blog en el que escribe.
- ¿Y cuál es la idea? ¿Quiere leer algunos escritos?
- No, mire, es mucho más sencillo el asunto. Usted me prepara una selección de cuentos, digamos, unas cien páginas. O las que quiera. O si tiene una novela inédita, me prepara eso.
- ¿Y después?
- Me las manda al correo electrónico que figura en la tarjeta.
- ¿Y después?
- Después me tiene que depositar el dinero correspondiente a la lectura de esos textos.
- ¿Me va a cobrar por leerlos? No comprendo, me está pidiendo material mío pero me quiere cobrar para la lectura.
- Claro, imagínese que no es el único autor que estamos visitando.
Alejandro se puso se pie, aquello que hasta entonces le parecía una rara visita, ahora se tornaba un oscuro modo de sacarle dinero.
- Es decir, le pago, usted lee, pero nadie me garantiza que se vaya a publicar.
- ¡Pero amigo, si es bueno, claro que se publica! Lo leemos, nos gusta, lo corregimos... porque ningún libro sale de la agencia sin corrección porque esto daría mala imagen tanto a usted como a la agencia. El coste de la corrección tiene un valor por página.
- ¡Me cobran la corrección!
- Tenga en cuenta que no es una simple corrección, es ortográfica y de estilo.
- Y después de sacarme toda ese dinero, ahí me publican.
- No exactamente. Primero se debe aceptar el proyecto.
- Ustedes lo deben aceptar, eso me dice.
- No. Alguna editorial. Si ellos aceptan, se firma un contrato de representación con nosotros y otro de publicación con la editorial.
- Es decir que a pesar del dinero que hipotéticamente les estaría pagando, aún no estaría ligado a ustedes.
- No, claro. Pero una vez que la editorial acepta el proyecto, enviamos a ellos el material y empezamos a promocionar el libro y a usted como escritor.
- ¿Y en vez de todas esas vueltas, no es más fácil que vaya directamente a una editorial a presentar mis escritos?
Raymundo Ledarzón lanzó una carcajada. La risa lo animó.
- Amigo, esto no funciona así. Todos tenemos que vivir, ustedes los que tienen el talento de escribir, las grandes editoriales que tienen los presupuestos para imprimir y nosotros, que tenemos el talento del olfato.
- ¿Del olfato?
En un solo movimiento Alejandro tomó del cuello de la camisa - arrugando la parte superior del traje - al editor y lo llevó a la rastra hacia la puerta.
- ¿Sabe lo que puede hacer con sus propuestas?
- ¡Pero Alejandro...!
Lo arrojó con fuerza a la vereda y cerró la puerta. El hombre insistió tocando el timbre para volver a entrar. Pero Alejandro retornó hacia la habitación donde estaba la computadora. Cerró la puerta y puso música. Abrió el cuento que estaba escribiendo y volvió a concentrarse en el final ideal para esa historia. Al fin de cuentas, inventaba mundos, creaba magia, le daba vida a sus personajes. Qué tan lejos llegaran, ya no dependía de él. Y tampoco, del poder del dinero.