Revista Talentos

Un hogar en la esquina

Publicado el 02 junio 2021 por Nuria Caparrós Mallart @letrasyvidas
Un hogar en la esquinaImagen: Dan Meyers

Allá por la zona Norte de la Ciudad de México, en la colonia Lindavista, alguna vez considerada el Beverly Hills mexicano, en un pedazo de banqueta un hombre ha encontrado su hogar.

Su morada no tiene una recámara ni tampoco un baño; cuenta solamente con tres paredes y menos de un metro de superficie para los días y las noches de su perra vida.

A diario, Elena lo ve por unos instantes en la calle Buenavista, desde el taxi que la lleva  a la estación “Deportivo 18 de marzo”, de la Línea 3 del Metro.

No tiene una vida privada ni intimidad. Vive un reality show, pero sin patrocinadores, comida, juegos, alberca o premios, porque todas las personas que caminan por su calle se asoman a su soledad sin pedirle permiso.

Los automóviles van tan rápido que sus ocupantes seguramente no saben de su existencia, ni tampoco las personas que circulan en bicicleta. Elena se imagina que los perros y gatos callejeros de vez en cuando lo visitan o duermen bajo su cobijo.

Con el cansancio de los años a cuestas se ve más viejo de lo que es. Está sucio, tiene  barba y el pelo enredado y crecido. Viste un viejo saco del que se asoma su torso desnudo. Sus pantalones se sostienen gracias a sus orines y al polvo, a falta de un cinturón. A la distancia, Elena alcanza a ver unos zapatos rotos que no logran proteger sus pies desnudos cubiertos con costras de mugre.

Un día, como a las seis de la tarde, está semi-acostado; el limitado espacio y su altura  no le permiten recostar más que la mitad de su cuerpo, de la cabeza a la cintura, y sus piernas son tan largas que no caben cuando las estira. Entonces, las sube a la pared frente a él, y da la impresión de que camina acostado buscando librarse de su pobreza.

De sofá, mesa, almohada o ropero, usa una colcha vieja y rota en donde guarda todos sus tesoros, algo así como su “menaje” de casa. A veces, cuando Elena va en el taxi sólo ve un  gran bulto cubierto con la desgastada colcha, y se  imagina que se ocultó debajo por la lluvia, el viento, el frío o porque simplemente  le dio la gana.

En otras ocasiones está de pie como si platicara con alguien de su pasado, antes de que llegara al fondo del abismo con las alucinaciones que ahora lo acompañan.

Elena también lo ha visto sentado, con la mirada perdida, sobre la colcha convertida en el sofá de su imaginaria sala, viendo cómo transcurren los últimos años de su vida. Otros días, en cambio, cuando se asoma por la ventana del taxi, lo ve en cuclillas, fumando una colilla de cigarro que seguramente recogió en la calle. Como su hogar no tiene puerta, es un hombre de la calle que, irónicamente, tiene todo al alcance de su mano.

Es un invasor de un pedazo de banqueta en la gran Ciudad de México. Tal parece que fuera la única salida que encontró para imponerse, con dignidad, a su destino. Hizo suya una esquina, sin ventanas, sin puertas, en donde todos lo miran y él mira a todos los que pasan cerca de su hogar.

Cada día que Elena pasa por la calle Buenavista, no puede dejar de pensar en encontrárselo. En una ocasión quiso atraparlo con su celular en una imagen, porque temía que el hombre del hogar en la esquina desapareciera o se esfumara. Pensó que si se moría, no tendría que dejar alguna herencia a nadie; se llevaría su bulto de cosas, incluido él mismo y se perdería en el olvido.

El ejército de hombres y mujeres que diariamente barren las calles de una ciudad que, en alguna época lejana, fue conocida como la “Ciudad de los Palacios”, no tienen tiempo de voltear a ver al ser humano que la habita.

Y quienes gobiernan la CDMX, la quinta más habitada en el mundo, sólo piensan en regalarle cobijas o en incluirlo en las frías estadísticas oficiales acerca de las personas en “situación de calle”.

Elena está segura de que al final de la jornada, cuando vaya en un taxi rumbo a la estación del Metro “Deportivo 18 de marzo”, volverá a ver por unos instantes al hombre del hogar en la esquina.

La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce.

Jorge Luis Borges

Colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas


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