Un horizonte romántico

Publicado el 10 abril 2010 por Mqdlv
Me despertó el sonido del libro derrapando entre mis dedos y me vi, en medio de un estado confuso de duermevela, como a una letra fuera de su texto. Mis pies vestían medias blancas ya gastadas y mi jean blanco merecía un lavado. Las manos doradas que sostenían el texto de Virginia Woolf se cruzaron y se escabulleron juntas debajo de mi cara, como yendo a buscar lo inexistente -¡bendito vicio!-: una protección que no estoy lista para dar.
No me es posible saber ahora qué fue lo último que leí antes de que el sueño abrazara la escena que me tenía, en una habitación a media luz, creyéndome consciente, tendida sobre mi cama abrigada. No puedo saberlo, pero me acerco a la idea de que pudo haber sido una canción que entonaba el relato: Mi corazón es un pájaro cantor / que tiene el nido en una rama regada; / Mi corazón es como un manzano/ De ramaje encorvado por tanto fruto; / Mi corazón es como una concha irisada/ Que boga en un mar sereno; / Mi corazón está más alegre que todos ellos/ Porque mi amor ha venido.
(No lo sé pero esta incerteza no me desespera. Se trata sólo de una muestra más de que la literatura es el mejor lugar al que van a parar las prácticas de las teorías y sus ciencias. Es que simplemente sé que voy a descubrir el enigma en el momento en que vuelva a remontar las páginas del libro y aparezca la sensación de haber estado ahí. Algo tan similar a lo que sucede con las experiencias, que hasta parece se tratara de una irónica velada).
Decía antes: el sueño me envolvió justo en el momento en que me creía consciente, en que estaba convencida, yo, de estar ejerciendo mi más alto rango de navegación mental, con un lápiz en la mano, atenta a encontrar verdades entre el texto. Pero después de aquello, pensé que tal vez nuestra consciencia no se rija necesariamente por estados que creemos elegir cuando silenciamos el teléfono celular, cerramos la computadora y calibramos –como un cocinero sus ingredientes- las luces de la habitación. Tal vez la luz, esa misma que puede ser otra, sea mucho más precisa cuando aparece sin que la evoquemos, desplegando ostentosa toda su libertad.
Un horizonte romántico. Estas tres palabras surgieron como un eco del derrape del libro entre mis manos. ¿Qué?, pensé. Pues, Un horizonte romántico, repetía algo, alguien, ¿yo? Y yo, la de ahora digamos, la que escribe, se preguntó: ¿cómo no lo pensé antes?
Allí mis manos, resignadas, allí mi pantalón, impúdico, allí mis medias raídas cobraron otro sentido. Allí mi cuerpo y su materia, allí alguien más que yo, la de ahora digamos, la que escribe, puso en tres palabras el sentido de mi confusión, el sentido de mi alboroto constante, de mi coletazo al tedio, de mi capacidad de girar el rumbo en inmediato y escupir sobre las cenizas, de mi meo de parada sobre la convención que atrae, disfrazada, la muy osada, de mi desesperación ante la eliminación de las palabras, de las rejas temporales, de amianto, que se erigen desde las sombras y se agolpan, en tanto, de frente ante la espuela de mi voz. En definitiva, de mi soplido a la niebla que se interpone a la construcción de horizontes románticos que varían en amor, viajes, libros, conversaciones, adolescencias sociales, sexo y no mucho más y que desbarrancan ¡y mutan! pero que son los únicos que me es posible considerar para sentir que en verdad voy saltando los cadáveres a mi alrededor, pateando las jeringas con anestesias sin vencimiento que dona la sociedad desde la guardia del hospital que nos ¿ayuda? a nacer.