Desde el principio fue un invento nuestro. Una historia que nació a retazos, entre cerveza y cerveza. No era el propósito asustar a nadie, sino reírnos entre nosotros, compartiendo la noche, con la mirada turbia y el aliento enrarecido.
Pero para el amanecer, muy a pesar de la poca sobriedad que teníamos encima, el relato nos devoró. Nos transformamos en él, como si aquello que era tan solo un cuento, una pavada hablada, hubiese cobrado forma y capturado a todos como rehenes.
Juan, Juanito para los amigos, fue el que se levantó primero y sugirió que lo siguiéramos. Sabíamos sin decir una sola palabra hacia donde íbamos. Quizá alguno sintió que una sensación de espanto helado le recorría el cuerpo, pero nadie puso reparos.
En el camino Adrián levantó de un baldío dos hierros retorcidos. Se quedó con uno y el otro se lo alcanzó a Sebastián. Para entonces Juanito blandía en sus manos una botella de vidrio rota en la base. La agitaba con violencia delante de su rostro, sin temer a cortarse.
Horacio cerraba la fila, detrás mío. Iba con las manos vacías, igual que yo. Pero en sus ojos podía ver la furia, el odio, el deseo de arremeter contra alguien. Sus puños se tensaban como garras, dejando al descubierto nudillos colorados y preparados para el golpe.
Nos detuvimos delante de la mansión de los Fernández Toledo, pero no nos quedamos quietos por mucho tiempo. De inmediato nos trepamos a las rejas. En lo alto tenían puntas, que si bien no eran filosas, podían llegar a resultar peligrosas en un descuido. Adrián se enganchó la campera y le hizo un agujero, pero apenas si se percató.
Saltamos desde lo alto hacia el otro lado. Estábamos dentro de la propiedad. Un perro enorme, negro, apareció de entre unos arbustos. Sebastián lo liquidó con un golpe certero. El hierro que tenía en las manos se tiñó levemente de rojo. En su rostro vi satisfacción. Era la primera sonrisa en aquellas primeras horas del día.
Avanzamos en grupo hasta la puerta principal. Arremetimos al mismo tiempo, empujando la puerta hacia atrás. Las bisagras saltaron al unísono, como si fueran de papel. Corrimos escaleras arriba, para no dar tiempo a ninguna respuesta.
Encontramos a Fernández Toledo en calzoncillos, saliendo de la habitación. Juanito le estrelló la botella en el rostro, haciendo estallar el vidrio en el impacto. La pared se regó de sangre y los gritos del hombre inundaron la planta alta. Una mujer chilló en el interior del cuarto. Horacio corrió a silenciarla. Desde el pasillo, donde contemplábamos el último extertor de Fernández Toledo, escuchamos los gritos finales de la esposa. Horacio apareció con la camisa salpicada de manchas rojas. También quedaban rastros de sangre en su boca.
Nos observamos en silencio, sintiendo nuestras propias respiraciones. Aquello estaba concluído. Tal como lo planeamos sin pensarlo durante la noche. Ese matrimonio nefasto había dejado de ser problema. Sus sucias manos estarían lejos de los niños del pueblo. No importaba si no había pruebas para inculparlos, la opinión popular ya lo había hecho y ellos, obrados con la ejecución.
Comenzamos la retirada, bajando sigilosamente las escaleras. En la planta baja, justo debajo de la enorme araña que pendía del techo, nos miraban dos niños muy pequeños, con ojos grandes y desorbitados. Ella se había orinado encima y él, apenas uno o dos años más grande, la abrazaba repleto de terror.
Nos quedamos en silencio, contemplando. Ellos ahí, nosotros aquí. No pudimos movernos, como si una maldición nos alcanzara. El destino nos retuvo en ese lugar, en esa posición, hasta que llegó la policía. Todo nos incriminaba, incluso nuestras declaraciones.
Comprendimos que la maldición no había sido la de quedar atrapados dentro de la casa. Una mucho peor nos había poseído en el bar. Hoy, en estas celdas, dudamos de nuestra cordura. Pero ninguno se lamenta, como si eso que nos llevó a ciegas hasta la mansión aún permaneciese muy dentro nuestro. Juanito un día aventuró casi balbuceando que creía saber qué era aquello y en pocas palabras, confusas y atropelladas, me confió que el pueblo era el maldito, que aquello que habíamos hecho no era obra nuestra, sino de lo que el lugar había querido. Me reí de su idea descabellada, buscando una forma de exonerar su conciencia.
Pero esa noche Juanito dejó de hablar. Por más que lo intenta, no puede hacerlo. Y a pesar de no decirlo en voz alta, ahora le creo. Pero me mantengo en silencio, porque el pueblo oye, porque cada centímetro es un poro por el cual respira y escucha.
Desde el principio estábamos convencidos que era una noche más. Que era un invento de nuestras mentes. Pero hoy lo dudo. Algo lo ideó por nosotros y nos hizo sus esclavos. Estamos pagando la culpa, como corresponde. Pero el pueblo, maldito y loco, sigue suelto allá afuera.