“Es el viento que te habla y acaricia tu corazón”. Extracto de la canción “Es el viento” escrita por Manuel Alejandro.
Este fin de semana pasado tuve la suerte de asistir a un simpático evento que me hizo recordar aquellos molinos: una pueblerina celebración cuyo tema central era el viento. El festival se llevó a cabo en una pequeña población del departamento de La Drôme, cerca del lugar donde actualmente realizo mis pasantías, en el sur de Francia. La ocasión fue una bonita excusa para que los habitantes de este departamento de vocación agrícola se rencontrasen y compartiesen una soleada tarde entre cometas, artefactos de helio propulsión, aeromodelismo, móviles y “bautizos del aire” en parapente, así como cuentacuentos, representaciones teatrales y manifestaciones artísticas diversas, todas relacionadas de una u otra forma con el viento.
El viento ha sido central en la historia del hombre; antes de la invención de la máquina de vapor, el principal elemento de propulsión en el mar se basaba en la fuerza del viento, y todavía hoy dicen muchos que quien no sabe navegar con velas, simplemente no saber navegar. Las carabelas y otras embarcaciones funcionaban con un complejo sistema de velas que implicaba conocer algo de los caprichos del viento, para aprovecharlo en la medida de lo posible.
Tal vez por esos caprichos es que el viento también tiene papel preponderante en la mitología. Según cierta leyenda, el nombre de Adán (ADAM) está hecho de las iniciales del nombre griego de los cuatro vientos: Anatole, Dysis, Arctos y Mesembria. En la antigua Grecia, los Anemoi eran dioses del viento y se relacionaban con los cuatro puntos cardinales. Un mito muy famoso es el del Odre de los Vientos, que Eolo le dio a Ulises para ayudarlo a regresar a Ítaca. En el odre estaban encerrados todos los vientos y Eolo había advertido a Ulises que había que ser muy cuidadoso con él; sin embargo la tripulación, pensando que lo que había en el odre era vino, aprovechó que Ulises dormía para abrirlo. Así, a la manera de una caja de Pandora, se dispersaron los vientos hasta entonces confinados y desataron una gran tempestad.
En la mitología japonesa, el dios del viento se llama Fujin y es uno de los más antiguos; el tipo estuvo presente en el momento de la creación y cuando abrió su bolsa y dejó salir los vientos (¿Y no sería otro odre? Porque son varios los dioses aficionados a las bebidas espirituosas) por primera vez, se disipó la niebla matinal, se llenaron las puertas entre el Cielo y la Tierra, y el Sol dio exhibió su brillo inaugural. Asumo que de ahí viene el nombre de Fujimaru del Viento, protagonista del dibujo animado de televisión “El Pequeño Samurái” (una de las pocas series japonesas que me gustaron durante mi infancia), que dominaba una técnica ninja con la lograba movilizar una cantidad insólita de hojas.
Uno de los libros más interesantes que he leído en los últimos tiempos se titula “El Nombre del Viento”, escrito por Patrick Rothfuss (si le gustan los libros de fantasía y magos, pero desea algo distinto a las repetidas historias de elfos y enanos, por favor lea éste). El escritor retoma el ya clásico, aunque siempre fascinante planteamiento en el que conocer el verdadero nombre de las cosas te da poder sobre ellas; uno de los anhelos del mago protagonista de la historia es precisamente conocer el nombre del viento.
En el sur austral de América se dice que fue el Padre-Viento quien creó la música. He allí una razón adicional para estarle agradecido y si yo conociera su nombre, se lo diría personalmente. Esta mañana, al salir de mi habitación, una fresca brisa de dulce sonido me dijo que no hacía falta.
Tres de las cinco fotos que adornan este artículo fueron tomadas por mí en el referido festival del viento; las otras dos son imágenes que obtuve en Internet. Estas dos últimas son, en orden descendente: la primera, que corresponde a los molinetes de viento que refiero en el primer párrafo; y la tercera, que corresponde a una de las representaciones de Quetzalcóatl-Ehécatl.
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