Mi abuelo trabajó casi toda su vida en El Corte Inglés. Creció en Zaragoza, entre el Gancho y la plaza de San Braulio, en edificios que ya no existen. Cuentan que tenía una piragua que guardaba en el balcón y que transportaba a pie con su hermano hasta el club Helios, donde los dos remaban a favor y en contra de la corriente del Ebro.
La guerra le sorprendió en la mili, y la hizo entera en el bando nacional. Tras ella, dicen que después de una fuerte discusión con mi bisabuelo, se marchó a Madrid para no volver. Allí se casó con una madrileña de familia republicana, la mitad en el exilio y la mitad escondida bajo mesas camilla, y encontró trabajo en una modesta aunque floreciente tienda de tejidos llamada El Corte Inglés, propiedad de un señor llamado Ramón Areces.
Nunca regresó a Zaragoza más que de vacaciones. A regañadientes, se convirtió en un castizo habitante del barrio de Embajadores, de café con porras y bocadillo de calamares. En Embajadores nacieron y crecieron sus hijos.
En El Corte Inglés se jubiló, como uno de los empleados fundacionales del emporio, destinado siempre en la plaza de Callao de Madrid, donde fue una institución. No sé si por deferencia a su veteranía o porque era costumbre entonces, con el retiro le abonaron un buen dinero, puede que fuera un millón de pesetas de las de entonces, y con ese capital se resarció de una vida de apreturas y de autoimpuesta austeridad y cumplió su sueño: comprarse una casa en su pueblo natal.
No era Zaragoza. Aunque toda la familia era zaragozana, perfectamente integrada en la ciudad desde hacía varias generaciones, mantenían un ritual que consistía en llevar a nacer a los hijos al pueblo del que habían salido. A mi abuelo le inculcaron un respeto reverencial por su lugar de nacimiento (y bautismo: en algún sitio tiene mi madre guardada su partida, firmada por el cura del pueblo en 1914), una aldea minúscula del valle del Jalón, cerca de Calatayud.
Esa zona fue muy romanizada, cuna del poeta Marcial, y también fue muy poblada y cultivada por los árabes (que no eran más que romanos del desierto). Por eso quiero creer que esa reverencia por un pueblo en el que nació pero nunca vivió tenía que ver con la devoción de los romanos por el lar, un culto insobornable a los ancestros y a la estirpe.
Mi abuelo compró una casa ruinosa que había servido como establo y anteriormente había sido un estanco. Desde entonces, en el pueblo nos conocerían como “los del Estanco”. La reformó y la hizo, a su manera, habitable. La convirtió en su verdadero hogar, amueblándola y decorándola con un mimo más definitivo que el que prodigó a su casa de Madrid, que parecía arreglada para estar de paso.
Este proceso, su jubilación y la compra de la casa -una interpretación de la primera parte del salmo fúnebre que se recita en los entierros anglosajones: earth to earth, ashes to ashes, dust to dust- coincidió con el nacimiento de su primer nieto.
Mi nacimiento.
Inconscientemente, la casa y yo hemos estado siempre relacionados. Sin que nadie lo expresara nunca abiertamente (en mi parca y monosilábica familia no se hacen grandes declaraciones ni revelaciones trascendentes), al ir creciendo comprendí -o me inventé, que viene a ser lo mismo- que esa casa y yo formábamos parte del mismo círculo, de una misma soledad compartida.
Así fue mientras vivió mi abuelo, muerto hace ya demasiado tiempo, y así ha sido hasta hoy.
Ahora, mi madre tiene que deshacerse de su parte de la casa. Nada extraño, las propiedades vienen y van, las herencias se pierden o se convierten en lastres que hay que tirar.
Si no fuera un manirroto y tuviera un buen dinero contante y sonante -sin pedir créditos ni cosas de esas-, habría hecho una oferta por la casa. Por simple empeño sentimental, porque es una casa incómoda y de difícil reforma, pero la compraría aunque solo fuera para pasearme por ella un par de veces al año.
Pero no puedo hacerlo, y la casa se nos va.
Este fin de semana hemos ido con Pablo a hacerle una despedida, para que Pablo pueda decir que conoció esa casa y que se sentó en la misma silla donde su bisabuelo leía o dejaba pasar las horas de las tardes de verano.
O que posó con su padre junto a la chimenea:
Una chimenea portentosa, espléndida, capaz de calentar la casa entera en poco tiempo. Una chimenea que mi abuelo, en una manifestación más de sus rarezas y de su pésimo gusto, tapó con una plancha de metal para añadir una miserable estufita de ferroviario deprimido:
En las tardes de invierno, cuando la casa se congelaba, mi abuelo se abrazaba a su estufita de ferroviario, echaba un listón de madera y observaba cómo se consumía. Hasta que no ardía del todo, no tiraba otro. El resto de los habitantes protestaban por el frío y le pedían que metiera candela a la estufa, a lo que mi abuelo se negaba, pues él, arrimado al hierro candente, estaba bien y negaba que hiciera frío.
Subí al corral por una escalera llena de telarañas y hierbas descontroladas.
El verano del año en que murió mi abuelo yo cumplí 18 años, y una de las tareas que me propuse fue arreglar el corral, que mi ya difunto abuelo, con la ayuda de útiles mamotretos titulados El horticultor autosuficiente, aspiraba a convertir en huerto. Él, un tipo urbano macerado entre los fluorescentes del metro y de El Corte Inglés, empeñado en devenir hortelano. Un viejo tópico.
Dispuso un cobertizo para los tratos de labranza, justo debajo de una espléndida morera, único árbol exitoso del proyecto de huerto, y se dedicó a plantar patatas, cebollas, hortalizas varias y un año, también rosas. Los rosales fueron su orgullo durante un tiempo. Cuando se murió, el corral -que nunca cambió de nombre pese al irrigador costismo doméstico de su propietario- llevaba un tiempo abandonado, y cuando subí ese verano, las malas hierbas lo cubrían todo hasta una altura de más de medio metro.
Me dediqué a adecentarlo, a quitar toda la maleza, y me propuse mantenerlo en un estado digno volviendo cada cierto tiempo.
Por supuesto, no lo hice. Me entretuve viviendo mi propia vida.
Este fin de semana estaba así, irreconocible:
En su estilo hortera-mediterráneo, mi abuelo se dedicó a recoger conchas de la playa en la que vivíamos para decorar con ellas la tapia del corral. Por lo menos, pensé, las conchas siguen en su sitio.
El tren pasa cerca de la casa. Será por eso que siempre asocio el ruido del tren a la paz sin tiempo del verano.
Aquí está la vía, hoy también moribunda por culpa del AVE. Al fondo, las casas del Camino, especie de reducto marginal del pueblo, y sobre la vieja carretera nacional, los ásperos montes, como le gustaba recitar a mi abuelo con su voz de escolar antiguo.
Quise que Cris y Pablo sintieran también la placidez del tren bajo los ásperos montes.
Pero no me engaño. Agradezco que me acompañaran en esa despedida. Tenía que estar con ellos en esa despedida. Pero para ellos no hay trenes, ni corrales, ni ásperos montes, ni recuerdos. Ellos no pueden ver la calle como la evoco yo, antes de que tiraran la tapia. Ellos no saborearán los tomates del huerto de Miguel, ni se perderán entre cantos de pizarra buscando la fuente de la Teja, ni jugarán al Tour de Francia con las chapas en la cuesta de al lado.
Es mi círculo el que se cierra, no el suyo, y si quiero que esté Pablo no es para que sienta las fuerzas telúricas del lar, sino para que yo sienta que no ha sido para nada.
Supongo que me despedido, definitiva e irremediablemente, de la única parte de mi infancia que seguía teniendo un lugar al que volver.
Gracias por dejarme compartirlo.