Empezamos bien: me he quedado dormida y Diego se ha ido sin llamarme; ahora me tocará correr, ducharme a toda prisa, desayunar un simple café bebido y salir disparada como un cohete a la oficina. Me aguarda otro día de estrés, de angustia contenida, de sumisión y frustración. Solo espero que hoy -para variar- el lameculos de Norberto no me amargue aún más la jornada con sus sarcásticos chistes sobre mi persona. Detesto a casi toda la plantilla, pero él es mi debilidad. A él podría matarlo sin remordimiento alguno… Joder, qué tarde es ya y qué condenada mala cara tengo.
Mi frecuencia cardíaca empeora por momentos: ahora mismo debo de estar en 120 p.m. como mínimo, y eso que aún no he terminado de correr hasta el coche. Antes, en el espejo, me ha resultado imposible mejorar mi aspecto. Entre la anemia y la ansiedad crónicas que padezco, tampoco es de extrañar esta piel grisácea que luzco hoy. La cafeína va haciendo su efecto y me noto más excitada a cada segundo que pasa. Demasiado, diría yo. La suerte me cruza con la simple de mi vecina y ni siquiera me devuelve los buenos días. Normal, no lo son. Si hubiera dicho “espantosos”… Estoy comenzando a sudar. No, por Dios, ahora una crisis no.
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Continuamos para bingo: el coche que nunca me había dejado tirada, ha elegido el peor día para hacerlo. No arranca. Ni el intento hace. Concluyo que han debido forzarlo durante la noche, porque me ha costado lo mío abrir la maldita puerta. Estoy por volver sobre mis pasos, meterme en la cama hasta que llegue Diego a mediodía, y esperar a que me administre la controlada pastilla sedante de costumbre (conozco el escondite, pero él no debe saberlo). He de tranquilizarme y rápido. Al menos el sudor ha cesado, puesto que el pañuelo está limpio y seco. Me lo guardaré en el bolsillo, por si acaso se repite el conato.
En la parada del autobús me encuentro sola y eso me alegra. Así no tengo que ejercer de diplomática hipócrita con gente que desconozco y quiero seguir desconociendo. Aquí llega. Por raro que parezca, algo va a salir bien hoy: diviso un asiento libre junto a la ventanilla y me dirijo apresurada a ocuparlo. Ya estoy sentada. Me encuentro algo más calmada. Recuerdo y ejercito las respiraciones aconsejadas por el doctor y mis latidos recuperan su ritmo normal, pero algo no va bien. Este puto día no termina de transcurrir como cualquier otro. De repente, observo a un corpulento señor con sombrero y bastón que parece mirar descarado. Se dirige con gesto de alivio hacia mí. ¿Por qué? ¿Qué pretende? No lo he visto en mi vida y me asusta. Le dice algo a mi acompañante de butaca y accede a mi espacio. ¡Va a sentarse! ¡Estoy a un palmo de su espalda! Creo que me voy a desmayar…
-Querida, -creo escuchar mientras pierdo la visión- no tienes por qué preocuparte más. Eso se acabó. Se acabó justo anoche, cuando volviste de la oficina y lo decidiste de una vez por todas. He acompañado a muchas almas perdidas en sus últimos intentos, pero lo tuyo se escapa de la norma. Eres la primera suicida que conozco que se aferra con tanta fuerza a la vida.
-¿Cómo dice? ¿Quién me habla? ¿De dónde proviene esta voz? Solo se trata de un mal día. Eso es todo.
-Ayer. Ayer fue un mal día. El peor de los tuyos. Ahora ven conmigo, querida. Tienes que descansar…