Un malabarista

Publicado el 27 noviembre 2013 por Blopas

Cuento leído en la Fiesta Psicofango #12 el 24/11/2013. <Ver el video>.

La clava se detuvo en el aire a más de 10 metros sobre el semáforo. Hasta donde podía recordar, el malabarista jamás la había arrojado tan alto. Me alegré por él. Desempolvar viejas pruebas y sacudir otra vez el límite entre la ilusión y la Física podría rendirle más monedas. Yo sabía que las propinas, por costumbre o por compasión, salían siempre de los mismos autos, lo conocían de memoria, y él parecía estar contento así. Pero era imposible que pudiera vivir con tan exiguas ganancias. Además, la rutina con las clavas ya no sorprendía a nadie, y como a su edad no se anda improvisando, la posibilidad de que la renovara era nula. Hacía un tiempo que su obsesión por los tres círculos de color se había esfumado, y sentado en el cordón con la cabeza en las manos y la clava entre las piernas contemplaba el mar de autos. Para colmo, el artista de la bola de cristal era la nueva estrella de la esquina.

—¿De dónde sacó esa fuerza? —preguntó el encargado del edificio vecino, que había entrado al kiosco a manguearme fasos.

La rutina del malabarista era tan de la esquina como el palo borracho y el viejo buzón. Se plantaba frente a un auto, así como ahora ante la 4×4, y hacía girar las tres clavas apenas sobre su cabeza. No las controlaba; con su mirada fascinaba al conductor mientras abría un bolsillo elástico disimulado entre los pliegues de la camisa. Segundos después, las clavas caían en fila india dentro del buche. Hasta la segunda fila solía darle monedas. Le respondí que no sabía, que —creía— tenía que ver con la llegada del artista de la bola de cristal, y que maldito el momento en que lo dejó entrar.

Al principio, y seguro que porque al flaquito le daba cosa, se turnaban las luces rojas y dividían las ganancias en partes iguales. Ese arreglo le cayó del cielo al malabarista, que pasó a disfrutar de un descanso pago cada dos minutos. Menos por diestro que por novedoso, el artista de la bola de cristal pronto se convirtió en la gran atracción. Fue entonces cuando copó la parada, y con los bolsillos repletos de monedas no dudó en dejarle al viejo únicamente los descansos.

Todo el asunto me sirvió para darme cuenta de lo poco que conocía al malabarista más allá de sus canas, su aspecto gastado y su aparente desgano. Alguna razón habría para que yo, injustamente, supusiera la aspereza de su espíritu. Por eso un día, con el pretexto de facilitarle un sánguche me senté a su lado en el cordón. A esa altura se respira asfalto, se sufren estridencias y los autos pasan tan cerca que hay que cogotear para ver las nubes y el cemento de los edificios de enfrente.

—¡¿Que cómo se llama?! —le grité al oído.

Aceptó el regalo. Masticaba tan despacio, o tragaba tan lento, que la boca nunca se le vaciaba. Tuve la impresión de que el sánguche lo había hecho sincronizar de nuevo con el semáforo. El almuerzo le duró justo una luz verde y el amarillo le dio el tiempo exacto para alcanzar el medio de la calle. Desde ahí, levantando el tono de su voz ahogada me respondió algo parecido a gracias. Al regresar a mi mundo de golosinas decidí que desde ese entonces lo llamaría Gracias.

Fue evidente que perder la mitad de los ingresos lo golpeó duro a Gracias, que al no reaccionar y sacar a patadas a ese intruso parecía haber confundido a la mala suerte con el destino. Día tras día, sus descansos se hicieron más largos; por poco no eran pequeñas siestas de varias luces rojas. Entonces, el muchacho de la bola de cristal aprovechaba para hacer tiradas más largas o para invitar a otros artistas como el rubiecito de las argollas o la chica de las cintas de colores. En esos días, Gracias, lo que nunca, adquirió el hábito de irse a las cinco. Eso fue después del choreo de las clavas, en una de esas siestas. No tendrían más de doce, trece años los pibes. Iban en en bicicleta. Se llevaron dos de las tres y el viejo ni siquiera mosqueó.

—El que es bueno, es bueno con cinco, con tres o con una, como Bobby May —dijo el encargado restándole importancia al problema. Pero al notar mi silencio agregó…

—Olvidáte, el viejo ya es historia. Además, la esquina se puso bárbara con este flaco.

Odié ese comentario porque desnudó un dilema, porque algo de razón tenía. Los autos se habían multiplicado, cada vez más gente venía a cruzar por esta esquina y no por otra, y mi kiosco florecía. Por suerte, aunque sólo de vez en cuando, el artista de la bola de cristal se hacía a un lado y dejaba que el viejo ganara una monedas. Como ahora.

—¡Ahí cae! —gritó el barrendero, con la nuca apuntando al piso y la diestra como visera. No mentiré que la esquina se paralizó, ni que a los peatones se les cayó la mandíbula. Sólo el encargado y yo contuvimos la respiración cuando vimos el bolsillo elástico relajado y la señal amarilla para poner primera.

Por un instante, la clava en picada se tiñó de verde, y no hay malabar que pueda con la luz verde. Con los brazos colgando y los ojos apretados, Gracias se había hecho uno con el asfalto para sentir en su cuerpo el golpe y el rodar de la clava. La primera fila aceleró. Como un rayo, el artista de la bola de cristal saltó a la calle y rodeando al malabarista con sus brazos lo arrastró a la vereda. La clava descuidada le hizo un bollito al capot de la 4×4. El hombre lo puteó un rato al pobre viejo aturdido en la vereda, metió la clava en la cabina y arrancó. Nos era imposible no percibir la desolación en el alma de Gracias.

—¿Cómo está? ¡Hable, hombre! —lo apuraron los peatones, que se calmaron con un absurdo bien.

Debieron pasar tres o cuatro semáforos para que la esquina volviera a ser la misma, o casi. Los curiosos se habían ido. El encargado tiró la colilla al cordón y el barrendero se alejó empujándola. El artista de la bola de cristal, que había empezado una rutina muy entretenida con la chica de las cintas, ya tenía un público nuevo que los aplaudía con admiración. Y mezclado con la gente, lo admito, estaba yo, tan fascinado por el nuevo número que apenas le presté atención a ese anciano que con el bolsito vacío al hombro, en ese mismo instante, justo a las cinco de la tarde, dio vuelta la esquina y se dejó llevar por la marea.