Revista Literatura

Un muerto en la nevera

Publicado el 11 febrero 2010 por Blancamiosi
Un muerto en la nevera
—Tiene buena vista desde aquí... —comentó el inspector, observando hacia abajo. Los vidrios de la ventana estaban sucios, y los bordes, manoseados—. Tal vez, digo, sólo tal vez, haya visto algo extraño últimamente.
—No he visto nada, inspector. ¿Por qué habría de hacerlo? No suelo inmiscuirme en los asuntos de nadie —respondió don Genaro.
—Si recuerda algo, por favor, llámeme. —El inspector de policía le entregó una tarjeta y salió del apartamento.
Había interrogado a todos los vecinos del viejo edificio y estaba harto de tantas tonterías. Su olfato le decía que alguno de ellos debía saber algo, pero, ¿quién? Arrancó con desgana el coche y se alejó del lugar.
Desde la ventana que daba al frente, don Genaro lo vio alejarse. Cerró la cortina y fue a prepararse un té; lo único que calmaba sus nervios. ¿Qué se habría creído el policía ese? No
tenía la culpa de vivir en el único apartamento que tenía una ventana que daba al callejón. Cierto que en él sucedían cosas interesantes; en realidad, podía ver casi todo lo que ocurría por los alrededores, y no porque lo quisiera, ni porque fuese chismoso. Era imposible no verlo. «Lo que pasa es que los policías no hacen su trabajo y pretenden que sea uno quien resuelva sus problemas» pensó, despectivo.
Un muerto en la nevera. Si él hubiese encontrado un muerto en su nevera, con seguridad no saldría gritando a voces, como la vecina de abajo. Lo sacaría, tal vez cortado en pedazos, de esa manera sería más fácil deshacerse del cuerpo sin despertar sospechas. El asunto es que su nevera se había dañado hacía meses y tenía que pedir favores a los vecinos para guardar los comestibles. Qué curioso, cada persona a la que preguntó qué habría hecho de encontrar un muerto en su nevera, le dio una respuesta diferente.
Doña Jacinta opinó que antes de llamar a la policía echaría llave a la nevera para que sus hijos no se enterasen, porque para ella lo primero era la tranquilidad de sus niños. Después, vería la forma de sacarlo en una bolsa grande con ayuda de su hermano, para arrojarlo al canal. Opinaba que la policía sólo traería problemas.
Pedro, el carnicero, dijo que lo cortaría en pequeños trocitos con la sierra eléctrica, aunque don Genaro dudaba que fuese a botar los restos, pues por su negocio ni siquiera merodeaban los gatos.
La peruana del segundo piso, la que trabajaba en el bar, después de pensarlo mucho, dijo que lo envolvería como una momia peruana, según ella, las envolvían sentadas, y la hubiese llevado por la noche en la silla de ruedas de su difunto hermano hasta la puerta del museo, que quedaba a siete cuadras de allí. La muy tonta no sabía que era un museo de arte moderno. «Aunque pensándolo bien, tal vez un muerto envuelto en tiras de tela, en la actualidad sea considerado arte moderno», pensó don Genaro.
Lo curioso del caso es que nadie acudiría a las autoridades, excepto la anciana de abajo que había salido gritando después de llamar a la policía. Don Genaro supuso que ella era la más tranquila de la vecindad; de haber previsto su reacción, hubiese elegido otra nevera. Miró la tarjeta que el inspector le había dejado y la rompió en pedacitos. Terminó de tomar su taza de té ya frío. Era lo único que calmaba sus nervios.

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