Revista Diario

Un oscuro piso deshabitado

Publicado el 07 septiembre 2010 por Blopas

Esta es la 11a entrega de una anécdota en partes.

Visitas indeseables | Continuará…

Recorrió el departamento de punta a punta. No estaba seguro de estar buscando algo en particular, solamente husmeaba. Los policías habían colocado un precinto de seguridad, pero no fue complicado violarlo. También habían cerrado las persianas, todas, y por esa razón se cuidó bien de no encender ninguna luz. Se las arregló bien con una de ese linternitas que venden en el subterráneo. Al estar todo tan cerrado, el mal olor de la cocina había difundido a los otros ambientes como un manto de niebla. Arrodillarse era decididamente insalubre.

Con sorpresa descubrió que Scalisi tenía una biblioteca pequeña abarrotada de libros que parecían haber sido encuadernados por un aficionado, quizás él mismo en su juventud. Estaban tan apretados que le tomó un buen rato extraer el primero sin arrancarle el lomo, pero luego todo anduvo más fácil. En el estante más alto encontró una edición de Higiene de la alimentación, de José Cellier. A juzgar por el olor del departamento, no lo debía de haber leído jamás. También le llamaron la atención el Manual del Derecho de Caza y del uso de las armas, de un tal Fermín Abella, una Biblia y un Quijote. Si bien el estante del medio no poseía nada interesante, fue en el de más abajo donde encontró algo verdaderamente peculiar. Oculta tras una hermosa encuadernación, en varios volúmenes cuyos lomos aseguraban en letras doradas contener maravillas como La Divina Comedia, Fausto o Crimen y castigo, Scalisi había escondido una inmensa colección de fotos pornográficas antiguas, apenas más modernas que los paladios de finales del siglo XIX. Después de curiosear, cada libro fue devuelto a su ubicación original.

La habitación de Scalisi estaba despojada de todo tipo de decoración más allá de un crucifijo colgado sobre un calendario con la imagen de un perro. Al lado de la cama había una mesita de luz con un velador. Los forenses se habían llevado el cadáver y la ballesta, dejando en la cama las sábanas manchadas con sangre. Llamativamente, el placard estaba ubicado en el pasillo que conducía al cuarto de baño. Estaba repleto de cosas como cajas de cartón, valijas rotas y cajitas de cassettes vacías. Había poca ropa colgada, únicamente unas camisas y un abrigo marrón ensobrado en una bolsa de consorcio. El instinto lo llevó a meter la mano en uno de los bolsillos del abrigo, del cual extrajo una libretita con una nota manuscrita en la primera hoja.

“Hola Doctor. Cuando lea esto yo ya no voy a andar más por acá. Después de lo de anoche, creo que me voy derechito al infierno. Pero sepa que le estoy agradecido, y mucho. Por primera vez en mi vida algo me salió bien, debe estar orgulloso de mí. Perdóneme la letra, tengo muy poca fuerza y la derecha no me funciona. Así que cuando me acueste ya no me levantaré otra vez. Nos vemos en unos años. Luis.”

Cabía la posibilidad de que la nota le produjera empatía, pero no tuvo tiempo de averiguarlo. Un ruido metálico llegó hasta sus oídos desde la puerta de entrada. Alguien estaba intentando abrir con una ganzúa, tal como él mismo había hecho. Guardó el anotador en un bolsillo, apagó la linterna y se sentó en el sillón frente a la puerta. Algo estaba muy claro: por el barullo y la demora no se trataba de un profesional. Luego de un par de minutos, la cerradura cedió y el intruso ingresó velozmente, cerrando con cuidado la puerta tras de sí. Por un instante permaneció quieto en el seno de la oscuridad, como si sospechara que no estaba solo en ese living negro. Antes de que sus pupilas pudieran dilatarse, una luz repentina y muy potente lo atacó de frente, obligándolo a cubrirse el rostro con su antebrazo. Y en ese momento, tieso como una escultura y convencido de que le había llegado la hora, el intruso escuchó una voz conocida que cordialmente le decía:

_ “Adelante, Doctor Kovayashi. Lo estaba esperando.”

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