El ya Presidente, Don Mariano Rajoy, expresó en su discurso de investidura, entre otras muchas cosas, la necesidad de una profunda reforma del sistema educativo. No es la primera vez, ni probablemente será la última que los políticos se acuerdan de la Educación cuando las campanas llaman a Te Deum de entronización. Pero, precisamente, estas reiteradas apariciones en escena no hacen otra cosa sino confirmar la ausencia de hechos que confirmen los simples deseos.
La reforma de un sistema educativo puede parecer la tarea de Sísifo, pero, en realidad, más bien se asemeja al absurdo que Camus elaboró a partir del mito griego. La Educación comienza periódicamente su ascensión a la cumbre al amparo de un nuevo mecenazgo que necesita expresar que todo va a cambiar para acabar en el mismo punto de partida. Una vez más, confía en la promesa y pugna por empujar la roca hasta la cumbre, pero cuando la alcanza, justo antes de que la mole vuelva a rodar montaña abajo, se cree capaz de alcanzar la felicidad vislumbrando los valles, pero pronto cae en la cuenta de su ceguera aunque escucha el estruendo de la roca al caer. Después, el silencio y una nueva vigilia…
El anacronismo de nuestro sistema educativo va más allá de los informes de rendimiento internacionales , los top universitarios o los crecientes índices de fracaso y abandono escolar. La prueba más fehaciente de su fracaso son los cinco millones de parados que acumulamos, la practica imposibilidad de volver a reincorporar a una buena parte de ellos al mundo del trabajo, la baja productividad de nuestra economía, sus bajos niveles de competitividad, la pandemia endémica del trabajo sumergido, los ridículos niveles de identificación de las personas con sus empresas, la ausencia de orgullo por el trabajo bien hecho, la proliferación de saqueadores entre los cuadros directivos de las grandes corporaciones financieras y, en fin, la dramática situación de un país que, pese a su abatimiento, se niega a reconocer que la primera y más urgente necesidad es asegurar que quienes nos siguen serán capaces de hacerlo mejor.
Las cosas no pintaron bien para la Educación durante el franquismo, como no podía ser de otra forma. Pero la Transición y después la Democracia acabaron por imponerle el abominable castigo de acarrear, una y otra vez, la roca hasta que, al final, se ha acabado convirtiendo en un santo que visten de purpura o plata según el párroco que llegue a la aldea. Pero, pasada la romería, duerme el sueño de los justos en un oscuro rincón de la sacristía. La Educación no es cortoplacista, no ofrece réditos electorales, su calidad y excelencia no es una prioridad ni para la mayoría de los padres de quienes la padecen porque, no lo duden, no hay peor desgracia que acudir todos los días al mismo sitio durante seis o siete horas sin saber exactamente el por qué ni el para qué de tan absurda obligación. En definitiva, la Educación no tiene nada que ofrecer a una sociedad deslumbrada por sus logros, a unos políticos obsesionados con el “estar”, a una clase empresarial que no vislumbra otra fuente de valor más allá de la rutina aprendida como si de la lista de cabos y golfos se tratara, en definitiva a un país que se creyó que con mandar al chaval a la escuela y luego asegurarle una buena universidad ya se había cumplido con la obligación impuesta.
Puede ser aceptable que se proteste por los recortes de las prestaciones sociales y otras tantas cosas que se consideran derechos adquiridos pero nunca podrá ser admisible la renuncia que este país lleva haciendo desde hace treinta años a su futuro porque condenar a la Educación al absurdo de Sísifo no es otra cosa que renunciar a que nuestros hijos puedan demostrar que se pueden hacer mejor las cosas.
Pero, no desesperemos, una vez más, empujemos la roca hasta la cumbre y quizás Don Mariano se atreva a dejarnos entrever el paisaje que se abre tras ella.
Hasta entonces, continuaremos siendo UN PAIS MAL EDUCADO