Revista Talentos

Un pescadito, por favor

Publicado el 18 septiembre 2014 por Perropuka

Un pescadito, por favor
Los tres larguísimos días continuos de feriado departamental que atravesamos el último fin de semana, con motivo de recordar los doscientos y pico años de cacareada libertad de la patria chica de los cochabambinos, ya me suponían otro atroz suplicio para mi espíritu, que ni con un festival casero de revisionado de películas hallaría suficiente consuelo, ya que no soy de andar acudiendo a festivales de chanchitos, pajoleras serenatas multitudinarias, desfiles cívicos a todo trapo, visitas a parques y paseos cada vez menos verdes y otras actividades de ocio tan característico de estas fechas. Como ven, seguimos practicando un rancio nacionalismo de cocina: me trago que se hayan celebrado los doscientos años, así bien redondos, del “grito independentista” (cuando probablemente fue una asonada por pérdida de privilegios) con toda su fanfarria y adornos de oropel. Pero seguir con la misma hermenéutica todos los años ya cansa hasta a los retratos de los próceres colgados de los salones. Yo no he visto que los brasileños celebren a tutiplén cada recordatorio del Grito de Ipiranga o que los parisinos salgan a desfilar por otro aniversario más de la liberación de su ciudad de las tropas nazis. Deberíamos liberarnos de tanto patriotismo cerril y arrabalero, más bien. Pero mejor pasemos a asuntos más sabrosos.
El domingo 14 brilló más que nunca el sol de septiembre radiante, como reza el himno. Mientras el caudillo y su tropa de comensales gozaban de un almuerzo abundante ofrecido en su honor por el siempre servicial gobernador, el resto de las familias cochalas pasábamos el rato como podíamos. Luego supe que para hacer digestión, los muy patriotas se fueron a desfilar a la avenida de El Prado a eso de las dos de la tarde. Como testimonio de su paso, fueron seguidos por la cuadrilla flamante de los seis helicópteros chinos entregados la noche anterior. Desde mi terraza pude ver el sobrevuelo efectuando rondas en torno al desfile. Parecían buitres presentando sus respetos al zopilote rey que ahí abajo se andaba luciendo. En casa, mi primo sacó su parrilla y se puso a limpiarla. Nos invitó cordialmente a un pequeño banquete como almuerzo. Al poco rato ya humeaban los carbones y desde la terraza se podían sentir los primeros aromas de un apetitoso asado. Bajé con mi cámara fotográfica porque tenía que registrar un encuentro histórico: era la primera vez que mis ojos se topaban con la silueta aplanada de un pacú, un bicho bastante feo y familiar cercano de la temida piraña.
Hechos los honores de admirar a tan magnífica criatura de la naturaleza, esperé pacientemente que el calor hiciera su trabajo. Entretanto, mi primo me contó sus peripecias para poder pescar algunos ejemplares. Tanto se aficionó a la pesca de rio tropical que ahora se ha vuelto todo un experto. Hay que verle cómo limpia concienzudamente sus cañas y carretes antes de cada nueva aventura. Con su grupo de amigos, antes de que lleguen las primeras lluvias, alistan sus pertrechos, un pequeño bote a motor y sus infaltables conservadoras de plastoformo. Una buena botella de ron para las noches y se largan contentos rumbo a esos ríos cercanos al parque Tipnis, bien adentro de la selva chapareña. La pesca en la región del Chapare ya es escasa por el constante saqueo de los lugareños (a veces con dinamita) y por la actividad de los narcos que echan sus químicos a los arroyos y demás afluentes. Sólo pasando la zona cocalera, el paisaje todavía está intacto. Viendo las fotografías uno entiende a cabalidad la férrea oposición de los indígenas a los planes desarrollistas del caudillo que quiere atravesar el corazón del parque a través de una carretera asfaltada.
El aventurero de mi primo retorna mayormente con una pequeña provisión de sábalos, muy escasos dorados y ocasionalmente con algún surubí de tamaño respetable. Ya he probado carne de surubí rebozado a la sartén. Y tengo mucha paciencia para lidiar con las espinas peligrosas del sábalo porque vale la pena. Quizás únicamente en un país mediterráneo se puede adorar un buen filete de pescado cocinado por cualquier método. Todo un lujo al alcance de pocos, porque kilo por kilo cuesta igual o más que un buen lomo de vaca, dependiendo de la especie. Hasta ir a comer un plato de trucha de criadero es un sacrificio para los bolsillos. El domingo fue uno de mis días más felices, por cortesía de mi primo, cosa rara de pescadores, él no parece disfrutar con la misma intensidad que los invitados a la mesa el fruto de su esfuerzo; para ellos  el placer está en el rito de lanzar la carnada y luchar a brazo partido con la obstinación de las presas (el tamaño de los anzuelos dan fe de su resistencia), tal como ya narraba Hemingway. De algo sé yo, que alguna vez he sentido el suave tirón del sedal cuando una trucha muerde el anzuelo, en mis ya lejanos años de jugar al pescador cuando iba de excursión al parque Carrasco.
Por todos los dioses, juro que no he disfrutado un milagroso manjar de las aguas como aquel generoso trozo de carne de pacú: blanca, suavecita y suculenta. Un seco vino blanco bajando por el paladar hizo comunión con el ritual mientras contemplaba algo triste la ya vacía parrilla en el patio. 
Un pescadito, por favor

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