Un precioso regalo.

Publicado el 28 agosto 2015 por Marga @MdCala

Nunca hasta ahora me habían hecho un regalo como este: un cuento personalizado, de forma desinteresada, y de manos de alguien que solo me conoce a través de las redes sociales. La escritora Laura Tinajero (EL GRAMÓFONO DE HERINGER, LA RELATONA DE HISTORIAS, DIARIO DE GALERA y POZO 5) ha tenido el detalle de obsequiarme con un relato breve basado en la observación (algo imprescindible para cualquier narrador), y así ha imaginado esta historia que comparto con vosotros. El título y la foto, como ella deseaba, son cosa mía.

Muchas gracias, Laura, por este regalo adelantado de cumpleaños. No se puede empezar mi día de mejor forma…

AL PASAR LA BARCA…

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“Erase una vez una señora muy señoreada que vivía en una ciudad muy señorial, pero luminosa y anaranjada como el cabello de nuestra protagonista. Aunque su nombre, acortado, pudiera parecer amargo, sin la a inicial y en femenino, era dulce como un melocotón. Pero no un melocotón en almíbar: de eso nada, monada. Era dulce como uno recién cogido del árbol: con una corteza suave y cuidada, como su piel; con una membrana fresca y sabrosa, como su alma; y con un núcleo duro, durísimo, como su fuerte personalidad. Pero, como les ocurre a todos los melocotones, tienen un hueso duro de roer, pero si perseveras dentro hay una pequeña semilla frágil, vulnerable y que debe ser cuidada con esmero para que de ella nazca un árbol fuerte y que dé frutos dulces. Así es Marga de Cala: una escritora misteriosa, con unos ojos que perturban al mismo tiempo que atraen a su verdadera esencia de narradora por vocación, y sin más búsqueda que hallar paz en sí misma.

Pues bien, un día de abril, de esos bonitos de verdad como sólo en las ciudades mediterráneas suele haber y, cómo no, en Sevilla; Marga estaba en su despacho frente a la hoja en blanco que en segundos dejaría de serlo: estaba escribiendo unas palabras, aparentemente inconexas, que le venían a la mente mientras miraba por la ventana y se dejaba embelesar por el cálido sol de aquella tarde que traía perfumes de jazmín y de azahar de los jardines cercanos.

Sus dos bellezas gemelas estaban dando tumbos por la casa a ritmo de tacón alto recién estrenado. Su marido preparaba un café y su aroma, mezclado con las flores de la calle y el perfume de sus hijas, entró en su despacho como si de una sombra negra se tratara. Marga no necesitaba más esencias ni más estímulos externos; quería y debía concentrarse en sí misma y en lo que fuera saliendo de su interior como si el tiempo se parara, intentando alejarse de la realidad y recrearse en su psique.

En ese momento, su móvil empezó a vibrar: una joven aprendiz de escritora llamada Laura le mandaba mensajes absurdos a través de redes sociales. “Esta chica tan oportuna siempre”, pensó Marga al tiempo que apagó el dispositivo sin leer el contenido. Dos minutos después su marido se acercó al despacho y, en vez de entrar, asomó su cabeza por el quicio de la puerta apoyándose en él con una mano: “¿Quieres un café?”, preguntó con media sonrisa. “No quiero nada, gracias”, contestó fríamente Marga.

Ni cinco minutos habían pasado, pero ya sí que la página empezó a sufrir la agresión de los garabatos de la escritora presa del agobio y la angustia de no poder estar a solas consigo misma. Sonidos de tacones, de cuatro pies, pertenecientes a dos piernas, que a su vez daban forma a las dos figuras esbeltas de las gemelas, se acercaron con prisa hacia el despacho entrando sin avisar: “Mamá, ¿me queda bien?”, preguntaron las chicas al unísono. “Sí, estáis preciosas”, contestó Marga con una tímida mueca de simpatía ya que en realidad las niñas estaban francamente maravillosas con sus nuevos vestidos celestes a juego con sus tacones de un tono más oscuro.

Marga no lo pensó dos veces: dejó su página garabateada, su bolígrafo sobre la mesa del escritorio, se fue directa a su armario, cogió su mejor vestido, aunque fuera corto y tuviera que enseñar sus nacaradas piernas; sus mejores zapatos y se metió en la ducha mandando a las niñas a maquillarse a su habitación. Las chicas no entendían nada y su marido menos. Veinte minutos después, ya peinada y maquillada en tiempo record, Marga salió del baño y se dirigió al salón donde las gemelas esperaban sentadas a unas amigas y su marido leía una revista de ciencias con el semblante serio y sin ganas de bromas: “Ya lo habéis conseguido: estaréis contentos. Venga, que nos vamos a la feria”. De un salto las gemelas se levantaron del sillón al grito de: “¡Pero mamá, si hemos quedado con María!”. Marga no estaba para tonterías: “Pues que se venga María. De todos modos os ibais a ir andando… Pues ya no hace falta: vuestro padre nos va a llevar en coche, ¿verdad?”

Su marido levantó la vista del artículo sobre neurociencia que estaba leyendo, creyendo que lo de Marga era un farol, una manera de fastidiarles porque sabía que ellos no la habían dejado escribir, y exhaló un “uf” muy desalentador. Justo cuando llegaron daba a su fin el Paseo de Caballos y los operarios de limpieza estaban ya preparados para dejar limpias las calles del Real. El olor a zotal era realmente nauseabundo. Marga no entendía qué tenía de especial aquella fiesta. Es cierto que siendo más joven disfrutaba de ella, pero aun entonces ya le parecía un sinsentido sólo aptos para gente con mucha gracia, mucho salero y muy graciosa. Según ella, no poseía ninguna de esas tres virtudes. No se sentía una sevillana de sevillanas maneras. Con ella eso del baile, el cante y el folclore andaluz no iba en absoluto; pero en casa no se iba a quedar mirando el papel en blanco y llenándolo de tachones viéndose cada vez más abocada a la desesperación de no poder concentrarse lo suficiente ni conectarse con su yo literario.

Las niñas estaban de morros porque no habían podido ir solas, pero, por otra parte, su padre había sabido ganarse a sus gemelas y a la amiga de éstas: podían pedir todo lo que se les antojara aquella tarde; podían reventar de comer algodones de azúcar, gofres, manzanas de caramelo y todas las chuches habidas y por haber en la Calle del Infierno y alrededores. Pero Marga había dejado algo muy claro al bajar en el ascensor antes de pisar la calle: “Vamos a la Feria pero nada de llevarnos toda la tarde en los cacharritos, ¿entendido? No me gusta la gente que merodea por allí. Es peligroso”. Pero Marga no sabía lo complicado que era convencer a tres niñas y un adulto sin ganas de discutir de que no podían pisar la zona donde estaban todas las atracciones de la Feria y no montar en ellas. Accedió a que durante una hora intentaran subirse donde pudieran y donde menos cola hubiera. Ella mientras se aburría del asco cargando con las chaquetas de las niñas, sus bolsos minúsculos y sin ningún sitio limpio ni decente donde poder sentarse. Su marido permanecía junto a ella pasándolo pipa mirando de un lado a otro, pero a Marga eso de cotillear los divertimentos ajenos nunca le gustó demasiado.

De pronto vio algo que a sus preciosos ojos claros les pareció totalmente extraordinario: una señora de muy avanzada edad, por lo menos noventa años, en la cola de la Barca Vikinga con el rostro lleno de luz como si de una niña en las Vísperas de Reyes se tratase. Laura, Alicia y María bajaron mareadas de tanto vaivén de la gigante nave y con los gofres en la garganta: “Ya nos podemos ir la caseta del Tito Juan si queréis”, decía Alicia con la cara totalmente descompuesta. “No, esperad un momento”, ordenó Marga al tiempo que se acercó a la anciana ante las miradas de sorpresa de sus hijas y su marido: era la primera vez en la vida que la veían acercarse a una desconocida así porque sí, o quizás era una vecina que ellos no conocían… Quién sabe.

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“Buenas tardes, señora”, saludó Marga. “Buenas las tenga usted, hija mía”, contestó la anciana con un raro acento entre francés y madrileño. “Perdone que le pregunte, pero… ¿No le da miedo montarse…?”, afirmó sin querer Marga. “Hoy cumplí ochenta años”, contestó dignamente la señora. “¡Ah, felicidades!”, exclamó Marga dulcemente. Quedaban dos personas por subir antes que la anciana y ésta sentenció diciendo: “En el 36, cuando yo tenía un año, emigramos a Francia y unos años después nos metieron presos en un campo de concentración de los alemanes. Me quedé sin mis padres y hermanos. ¡Como para darme miedo un barco de mentira!”.

El rostro de Marga se iluminó como el de la señora. Estaba como una niña con zapatos nuevos: incluso bailó unas cuantas sevillanas con sus hijas en la caseta del Tito Juan. ¡Ya tenía historia con la que llenar la página garabateada!”

Laura Tinajero