Mi primer olor recuerdo con relación a la escuela es a cobre... sí, me parece que los niños me olían a cobre... también estaba aquel olor a madera usada de los pupitres... y a las cebollas del aliento de mi profesora, una mulata demasiado masculina y autoritaria para los niños de mi edad, digo...
El primer día mi madre llegó tarde, como siempre, y, desde el umbral del aula le dijo a la profe, a toda voz:
-Profesora, aquí le dejo al niño, imagínese que es su hijo ahora...!
Y todos los ojos se posaron sobre mí, cardúmenes de ojos como cada día que mi madre llegaba tarde y me entregaba a la guarda y cuidado de la profe cuyos ojos, se me antoja ahora, brillaban de contento por el reconocimiento público de aquella transferencia de autoridad maternal sobre mi diminuta figura de ingenuo pilluelo conversador y distraído...
Los pies no me llegaban al suelo, recuerdo, sentado en aquel pupitre fuera de escala... Supongo que habría entrado yo, de pronto, al mundo incomprensible de “los grandes de fuera de casa”... los que no toleran indisciplinas, los que son fríos y distantes... aquellos a los que no se puede apelar con mimos...; en fin, que me puse a hablar con mi compañero de aula y de pronto vi la desmesurada boca de la profe, abierta sobre mí, y las cebollas de su aliento no me dejaban escuchar lo que me decía, pero era evidente que estaba muy enojada y yo no comprendía por qué... y de pronto ella ya no está sobre mí, sino distante, junto a la pizarra; y siento un calor agradable entre mis piernas, y siento un ruido de cascada que viene del suelo y algo me salpica los zapatos y mi compañero de aula me mira y se ríe... y la profe pregunta “-¡¿Qué sucede ahora?!”... y no recuerdo qué le contesta mi compañero de aula... tampoco recuerdo lo que me va diciendo mi madre por la calle, aunque habla alto y yo no quisiera que siga hablando así porque me parece haber ofendido al mundo y a todos con la meada que me acabo de dar en el aula aquella que huele a cobre, a madera usada y a cebollas...