Revista Literatura

Un relato de David González

Publicado el 17 junio 2010 por Esteban
Un relato de David González
EL CAMINO DE REGRESO A CASA

Mi padre me llevaba a la cárcel en su buga, un Renault 18 que algún tiempo después, una de las pocas veces que me dejó las llaves, pilotando de noche por una carretera comarcal con los ojos cerrados y las luces de los faros delanteros apagadas, le desgraciaría, al salirme en una curva, contra una de esas barreras de seguridad, con el agravante, además, de que yo salí ileso, sin un rasguño, nada.
Tú estás muy equivocado, David, hijo, trataba de corregirme mi madre. Muy confundido. Algún día te darás cuenta de que tu padre no es tan malo como tú le pintas.
No, mamá, pensaba yo, es peor, bastante peor.
Pero ahora conducía él. Me llevaba, acabo de decirlo, a la cárcel. Yo no tengo hijos, y no puedo saberlo, ni sentirlo, sin embargo sí puedo hacerme una idea, por ligera que esta pueda ser, de lo triste, terrible y desgarrador, de lo duro e indescriptiblemente doloroso, que ha de resultarle a un padre, a cualquier padre, incluso al mío, tener que conducir a un hijo a la cárcel y tener, sobre todo, que dejarle allí dentro encerrado.
Tu padre, insistía mi vieja, te quiere más de lo que tú te imaginas, sufre por ti lo mismo que yo, está siempre preguntándome por ti: ¿Y David? ¿Está bien? ¿Sabes algo de él?
Yo sí sé algo acerca de mi padre, bueno, sé muchas cosas acerca de mi padre y una de ellas esta: la puntualidad nunca fue una de sus virtudes. Nunca llegaba a los sitios a la hora, llegaba antes, y también en esta ocasión, como era de esperar (yo ya contaba con ello), llegamos antes, como tres cuartos de hora antes. Mi padre, entonces, dijo, y era lo primero que salía por su boca (dejando a un lado el humo de su tabaco) en más de doscientos cincuenta kilómetros de viaje, dijo:
Vamos a seguir hasta el pueblo y hacer tiempo en un bar.
El pueblo se llamaba (y se seguirá llamando supongo) Monterroso, y el bar no sé, no creo ni que me fijara en el nombre, el primero que encontramos abierto imagino.
¿Qué vas a tomar?, me preguntó mi padre.
Una garimba, le dije.
¿Una qué?
Cerveza, le aclaré. HeinekenÒ, si tienen.
Tenemos, dijo la camarera, sonriendo.
Y a mí, le dijo mi padre, haces el favor de traerme un café, un cortado, con unas pingaratas, no muchas, de whisky, pero que sea DycÒ.
¿Me puedes decir dónde están los tigres?, le pregunté yo.
¿No sabes hablar como es debido?, me reprendió mi padre. ¿No te enseñaron a hablar como las personas? ¿Qué es eso de los tigres?
Pero la camarera debía de estar ya familiarizada con mi vocabulario, porque antes de que me diese tiempo a rectificar y decir: Los servicios, por favor, ella, adelantándoseme, señalando con el dedo, dijo:
Por aquella puerta.
Había una placa de latón, atornillada a ella, en la que se podía leer: PROHIBIDO ESCUPIR EN EL SUELO. Prohibido mear en el suelo, tendría que haber puesto. Me acerqué al lavabo de puntillas y abrí el grifo, y mientras el agua corría, saqué seis comprimidos de LudiomilÒ 0,25 mg, dos de HalcionÒ 0,50 y uno de RohipnolÒ, los metí en la boca, me incliné sobre el lavabo, cogí un poco de agua en las manos y bebí un buen sorbo para poder pasar las pastillas, todas de una sentada. Después me atranqué en uno de los excusados, me bajé los alares y los gallumbos y me puse en cuclillas. Me acordé, en aquel momento, antes de empetarme , de Henri Charrière, de Papillon, de cuando le llevaban a la Guayana Francesa, a pudrirse en el presidio.
Mi estuche, es cierto, no tenía una parte macho y una parte hembra, y era de plástico, y no de aluminio, maravillosamente pulido, como el suyo; por lo demás, también se abría desenroscándolo por la mitad y su longitud venía a ser la misma: unos seis centímetros. Su grosor no, y su contenido tampoco. El estuche de Papillon era grueso como un pulgar y contenía cinco mil quinientos francos en billetes nuevos; el mío, en cambio, era grueso como dos pulgares y contenía liquidadores de la ansiedad, o dicho de otro modo: contenía tranquilizantes menores, ansiolíticos, ciento veintiséis pastillas en total.
Las ruedas no eran mías, sino de Riesgo, un asturiano, de Gijón, del barrio de La Calzada, con el que rulaba por el Módulo y con el que solía burlar a los dados, a las cartas, al parchís o a lo que se terciara. Me las había pasado, las rulas, su vieja, sí, flípalo, su propia vieja, no te miento: el último día de mi permiso, un permiso ordinario de salida de cinco días, por indicación de mi colega, por prescripción suya, me acerqué hasta su casa a hacerle una visita.
Se trataba de una mujer descomunal, como su hijo, mi colega: ancha, alta y muy voluminosa, una giganta, y al igual que Riesgo, con algo de chepa. Su pelo, que lo llevaba corto, era como algodón, como el algodón que recogían las mujeres negras en las plantaciones de esclavos. También ella, en cierta manera, era una esclava. Una esclava de su hijo.
¿Y cómo está Santiago?, me preguntó ya nada más verme aparecer por la escalera. ¿Cómo está mi hijo? ¿Se encuentra bien?
Se encuentra de puta madre, señora, pensé, porque además no dejaba de ser cierto: a Riesgo, que era uno de los kíes, uno de los que mandaban en el Módulo B, no le faltaban nunca los jurdós y, por tanto, siempre tenía tabaco, drogas y jala del economato; pero me salió la vena jesuita (en algo se tenían notar los cuatro años que había estudiado con ellos, en el Inmaculada) y dije algo así como:
Solo habría una manera de que su hijo se encontrara mejor de lo que ya lo está.
¿Qué manera?, me preguntó.
Que pudiese estar aquí ahora, le dije, con usted.
¿No me engañas?, me preguntó. ¿De verdad que no me estás engañando? ¿De verdad que Santiago está bien?
Está de muerte, le respondí.
No mucho tiempo después, estaba muerto. Lo encontrarían en su celda. Suicidio, dijeron. Por ahorcamiento. Y nosotros, como somos gilipollas, vamos y nos lo creemos, ¿no?.
Pasamos dentro. Sobre la mesa de la cocina, mostrador de farmacia, había cajas y frascos de medicamentos, recetas y volantes de la Seguridad Social, un rollo de celofán, unas tijeras, preservativos sueltos y un huevo KinderÒ sorpresa. Me comí la cáscara, que como sabes es de chocolate, desenrosqué el huevo de plástico de color amarillo que venía dentro, saqué la sorpresa (un cochecito azul) y en su lugar metí todas las pastillas que pude, todas las que entraron, y luego volví a enroscar el huevo, le di tres vueltas de celo, lo metí dentro de uno de los condones, le hice un nudo al condón y listo.
Me levanté.
La camarera estaba hablando con mi padre.
Pues tienes un hijo muy guapo, oí que le decía.
Tú sí que estás guapa, cabrona, pensé.
Salió a la madre, le dijo el viejo, quitándose medallas.
Algo de culpa tendrá el padre también, le dijo ella, trasteándole.
Ya iba a entrar yo a buscarte, me dijo mi padre, pasando totalmente de ella, en cuanto me vio. ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué has tardado tanto? ¿Qué estabas haciendo?
¿A ti qué te parece que estaba haciendo?
¿No habrás estado…
Tú estás enfermo, le corté. No riges bien de la cabeza.
Es casi la hora, dijo él, dando el tema por zanjado. Hay que irse.
Sí, pensé, no vaya a ser que llegue tarde y me pierda algo.
El pasillo, así como la escolta de mi padre, terminaba en un mostrador metálico, con un funcionario de prisiones detrás, y en un arco detector de metales que daba paso a una sala de espera, a estas horas vacía, y silenciosa.
Mi padre me abrazó.
Y pórtate bien, me dijo, casi sin voz, por la emoción.
No te preocupes, le dije.
Pórtate bien, repitió. Procura no meterte en líos.
El hombre se esforzaba por contener las lágrimas.
Ya tendrá tiempo luego, en el camino de regreso a casa, pensé, para llorar.

DAVID GONZÁLEZ. ALGO QUE DECLARAR, Bartleby Editores, Madrid, 2007.

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