Revista Talentos

Un relato de José Ángel Barrueco

Publicado el 24 junio 2010 por Esteban
Un relato de José Ángel Barrueco
José Angel Barrueco
Muelas y señales

Hete aquí viviendo como un gusano
día tras día, genio del hambre,
fiel a una vocación sagrada.
John Fante

Maldigo a quienes creen que ser bohemio y maldito es agradable y encantador.
Me llamo Martín de Acero y soy escritor. Algunas personas, en esta ciudad, se empeñan en ofenderme despojando mi identidad de ese sustantivo, pero siempre dije que si uno pasa la mañana escribiendo cuentos, o fragmentos de novelas, o ensayos, o lo que sea, bueno, el caso es que no es barrendero, ni notario, ni empleado de oficina. Es, simplemente, un tipo que escribe, que se dedica a escribir. No hay vuelta de hoja.
Tengo veintinueve años y en breve voy a cumplir los treinta y sé que quizá estas páginas no vean nunca la luz. No me importa. Llevo los zapatos gastados y rotos y los dobladillos del pantalón hechos trizas. Mis camisas, a menudo, conservan los lamparones del día anterior. Suelo ir por la calle sin afeitar, con barba de una semana, y en invierno me pongo un abrigo largo, uno de esos que llaman tres cuartos, que me otorga el aspecto de bohemio cuya etiqueta se empeñan en adjudicarme. Mi estampa no es elegante y nunca me he puesto traje y corbata, pero siempre salgo a la calle con el cabello limpio. En las cafeterías a las que acudo pido café o un zumo que me revitalice el organismo, y los sábados procuro emborracharme, así que, en teoría, para los habitantes de esta ciudad estoy empezando a tomar una inusual fama.
Aún vivo con mi familia. Pertenecíamos a la clase media. Pero eso era antes. Ahora me temo que somos de la clase baja. A veces nos cuesta llegar a fin de mes sin que nos corten el agua caliente o sin que la compañía de la luz nos deje a oscuras.
Quizá sea mi aspecto, pero algunas personas me consideran un escritor maldito y un bohemio en regla. Para ser un maldito nadie tendría que haberme publicado, y algunas de mis obras circulan por ahí. Y, si doy pinta de bohemio, tal vez sea por mi bajo nivel de vida.
Escribir es un trabajo. La gente piensa que es una aventura romántica. Nada de eso. Procuro madrugar, me siento ante el ordenador y las horas transcurren. Es un ordenador viejo que va a trompicones y tiene las teclas desgastadas. Cuando la mañana termina, suele dolerme el culo y en la espalda tengo molestias.
Un escritor vende poco, salvo si es uno de esos tipos célebres que arrasan en las librerías y cuyos libros todo el mundo regala por Navidad. Los críticos y los esnobs acostumbran a machacar sus novelas y su reputación, pero no veo nada de perjudicial en enriquecerse escribiendo. Si un doctor se enriquece sanando enfermos, ¿querrá eso decir que es un mal médico?
Hace unas semanas pasé unos momentos malos. Muy malos. Debía algún dinero y, a menudo, me encontraba a esa gente con la que había contraído deudas.
-¿Cuándo demonios vas a pagarme?
-Pronto, muy pronto.
-¿Vas a ganar algún premio gordo?
-Sí, Alfredo, voy a ganar un premio gordo y luego te pagaré.
-Más vale que sea cierto.
Por supuesto, era mentira. No es barato enviar relatos y novelas a los concursos. Cuesta dinero. Dinero para el cartucho de tinta, dinero para hacer copias en la copistería, dinero para los sobres y los sellos y también para los envíos certificados.
En aquellos días de los que hablo no llevaba mis cuentas muy mal. Con mis ahorros podía permitirme salir los fines de semana, invitar a una chica de vez en cuando a cenar y comprar folios y cartuchos de tinta. Entonces me cogí un catarro (a pesar de que era verano) y empezaron a dolerme las muelas.
Si uno tiene el dinero justo para el mes, las muelas son un problema grave. No puedes conciliar el sueño, es casi imposible pensar, resulta fatigoso escribir una sola línea. No quería pedirle prestado a nadie, así que supe que tendría que volver a trabajar unos días en algún oficio apartado de la escritura.
-Roberto, tú conoces gente.
-Sí. Mucha. ¿Por qué?
-Verás, afronto un doble problema. Por un lado me duelen las putas muelas. Un problema de caries, supongo. Necesito un trabajo esporádico, algo que me permita lograr un poco de dinero. Cuando cobre, acudiré al dentista. No sé hacer nada, excepto escribir, pero creo que durante un par de semanas podría disimularlo. En cuanto se dieran cuenta de mi incompetencia, me echarían. Pero habré ganado cierta pasta.
-Mira, un amigo mío se encarga de los trabajos temporales.
-¿Trabajos temporales?
-Sí, maldita sea, ya sabes. Sale un trabajo duro, te llaman para un par de días y cobras al terminar. Todo muy sencillo.
-¿Crees que podrás enchufarme?
-Lo haré, no hay problema. Yo también ando flojo de pasta. Procuraré que nos fiche juntos.
-Eso estaría muy bien.
Roberto era un tipo duro. Impulsivo, hablador, entusiasta, perdido como yo. Procurábamos echarnos cables. Su amigo fue rápido en las gestiones. Unos días después nos llamó para acudir a su despacho.
-Chicos, ha salido un trabajo. Son tres días en una carretera. Seréis señalistas.
-¿Qué significa eso?
-Se trata de ir a una carretera en obras, coger una señal e indicar a los coches cuándo deben pasar y cuándo deben detenerse. Tranquilos, no hace falta un doctorado. Cualquier imbécil puede hacerlo. Aquí tenéis todos los datos. Es en la carretera que va hacia Sayago. Os encontraréis con un tipo a las siete en punto de la mañana. Es el capataz. O el ayudante del capataz, creo.
-¿Cuándo?
-Mañana. Procuraros una gorra. Seguro que volvéis morenitos.
Aceptamos el trabajo.
El hombre nos esperaba en un diminuto pueblo de la comarca. Aguardaba al pie de una caseta, vestido con un mono de color amarillo fluorescente. Llevaba el rostro sin rasurar, ya sudado a pesar de la hora, y una doble papada que hacía que uno evitase mirarle a la cara. Junto a él había otros dos muchachos, reclutados, como nosotros, para el trabajo de esas tres jornadas.
-Buenos días. Soy Cerezo. El ayudante del capataz. El trabajo es muy sencillo. ¿Traéis almuerzo y gorras?
Todos asentimos en silencio. Alguno fumaba un pitillo para despejar el sueño.
-Bien, necesitaréis ambos. Ahí dentro, en la camioneta, tengo los uniformes y las señales. Quiero que os vistáis, y nos vamos. Las máquinas han ido para allí, lo que quiere decir que en unos minutos empieza el trabajo. Por el camino os explicaré lo que hay que hacer.
Abrió la portezuela de la camioneta. A mí me dolían las muelas y, al madrugar aquella noche y antes de la ducha y el café, había tomado un analgésico. Apaciguaba, pero no era capaz de borrar por completo el dolor. También me dolía la certeza de que no iba a poder escribir ni una línea aquella mañana.
-Este es el equipo. Daos prisa, chicos, hay uno para cada uno. El capataz es buena gente, pero se encabrona si no cumplimos los horarios.
El ayudante nos tendió una bolsa de celofán. La abrí. Dentro había un mono como el suyo, una especie de chaleco y unas paletas. En un lado de la paleta vi una señal de stop. En el otro, una flecha hacia arriba.
Agradecí que hubiera sol. De lo contrario me habría deprimido mucho. En realidad, ya lo estaba.
-¿Cómo es esto de las paletas? ¿Cómo las utilizamos? –preguntó alguien.
-Es muy fácil. Os lo explicaré luego. Venga, meteros dentro. No os separéis del bocadillo, eso será lo mejor del día. Poneros las gorras. Hoy va a hacer un sol muy cabrón y toda la piel que llevéis tapada es piel que no se os quemará.
Arrancó con brusquedad y nos pusimos en marcha. Las ruedas levantaron polvo alrededor, en el camino, antes de pisar el asfalto.
Pronto divisamos la carretera en obras. Operarios vestidos como nosotros esperaban de pie a que las máquinas llegaran. Algunas máquinas servían para verter la brea y otras para alisarla. Vimos excavadoras y camiones de reparto de suministros.
-A vosotros os dejaré en los tramos que se van a trabajar estos días. Son tramos nuevos. Coger la paleta, os lo explico.
Llevaba gafas de sol de patrullero. Sudaba. Procuraba explicarse con una mano y manejaba el volante con la otra.
-Esto se coge así, por el mango. Estaréis sincronizados de dos en dos. Al primero le tocará, por ejemplo, parar a los coches que vienen hacia él. Le muestras el stop. Tu compañero, cuando mire, verá el otro lado, es decir, la flecha. Si ves la flecha –le indicaba al tipo sentado en el asiento del copiloto–, eso significa que tienes que dar paso a los que vienen por tu lado. Y ya está.
Guardamos silencio. Parecía fácil, pero ninguno lo entendimos. Queríamos hacerlo bien, no meter la pata. Transcurrieron unos minutos sin que nadie hablara. Luego Cerezo dijo:
-Es un trabajo fácil. Jodido. Pero pagan bien. Y te pones moreno, ¡jaja!
De cuello para arriba el ayudante estaba torrado. Por debajo de la garganta tenía la piel pálida.
Uno de los muchachos preguntó:
-Perdona, no lo he entendido muy bien. ¿Cuándo tengo que prohibir el paso a los de mi lado?
-Es fácil. Aplicaos esta norma: si ves que el de tu derecha, que es quien va a manejar el cotarro, te enseña una flecha, enséñasela tú a los conductores que llegan de tu lado. Y al contrario. Eso quiere decir que, si tu colega impide el paso, tú lo cedes. Y al revés. Lo que veas en la señal de él es lo que harás para el resto. Es sencillo. Agarrar bien la señal. Que se vea en alto, que se vea bien. Nadie quiere que el capataz se enfade. Tú te bajas aquí, con uno de éstos. Venga, el primero que esté junto a la puerta, que salte. Fermín os explicará dónde colocaros.
El muchacho del asiento del copiloto bajó. Roberto iba atrás, pegado a la puerta del lado derecho, así que también saltó al asfalto. Nos despedimos con un gesto.
-Buena suerte, chicos. Ah, lo olvidaba. Se come a la una. Os lo recordarán los compañeros. A vosotros dos os necesitaré más adelante. El primero que baje trabajará con Pancho, que también es señalista. Al último le toca solo.
Yo era el último.
Unos metros más adelante el vehículo se detuvo y el chico de mi derecha salió. A la cabina se acercó un hombre de constitución ruda, mostrenca, enfundado en un mono idéntico al nuestro, pero ajado por el uso. Se había desprendido de la parte superior y llevaba las mangas atadas a la cintura. El sol ya no le importaba: tenía una camiseta sin mangas y dos brazos muy musculosos al aire. Estaban negros y resecos.
-¿Cómo va la cosa, Pancho?
-En marcha. El capataz está de buen humor. Aunque me han dicho que va a visitarnos su excelencia.
Cerezo se giró hacia mí:
-Su excelencia es el ingeniero de la obra. Un cabrón de chaval joven. Más joven que nosotros. Se hará rico en poco tiempo, el hijoputa…
Pancho sonrió. Le faltaban los paletos de arriba y una cicatriz le surcaba la frente. Se despojó de unas gafas de sol modernas y se limpió el sudor de los ojos.
-Veo que traes gente nueva.
-Son los de trabajo temporal. Nos ayudarán en estos días.
-Perfecto.
El ayudante derrapó y nos alejamos de allí.
-Antes de dejarte en un recodo en el que te tocará estar solo, vas a ayudarme un momento con las señales del arcén. A veces se caen al pasar los camiones o las tira el viento. Esta noche ha soplado mucho viento. O eso, o los hijoputas salen por la noche a derribar señales. También tenemos que cambiar un par de ellas de sitio.
Nos detuvimos en una zona a la que no habían llegado aún las máquinas. Saltamos de la furgoneta y el tipo me explicó lo que debíamos hacer. Las señales de tráfico tenían un trípode y pesaban más que aquel maldito hombre. Algunas, bastaba con incorporarlas. Otras, en cambio, era necesario cambiarlas de un lado del arcén al otro. El ayudante levantaba la señal y se la cargaba al hombro, como si fuera una res y él un operario de los mataderos. No supe cómo cogerlas. Al final me las eché sobre el pecho, igual que cuando uno toma en brazos a un bebé.
-Ya estamos terminando.
Estuvimos diez minutos moviendo señales. Luego se aproximó a la parte trasera y abrió las puertas. Dentro vi más señales. Me pidió que le ayudase a descargarlas. Fuimos colocándolas en algunos puntos estratégicos.
-Sube, te llevaré a tu puesto.
Para entonces empezaba a afectarme el madrugón y había sudado de lo lindo. El filo de las señales cortaba y me hice un rasguño al levantar la última. Los nervios de mis muelas continuaban martilleando en mi boca.
-Aquí te bajas, figura. Es un coñazo que te toque estar solo. No puedes hablar con nadie, pero bueno, así es la suerte. Nos veremos cuando venga a traeros agua.
-Gracias. Gracias por todo.
-A trabajar, ¿eh?
Me quedé completamente solo en un recodo de la carretera. No había visibilidad para los conductores que llegaban por mi izquierda. A mi derecha, una excavadora iba demoliendo la vieja carretera. Los cascotes y los trozos de asfalto se desgajaban dejando una estela de polvo. Mi misión, me explicó Cerezo, consistía en detener el paso a quienes aparecieran por mi izquierda cuando la máquina se echase casi en el centro de la carretera.
-Es una curva mala –dijo–. Cuando aparezcan, que te vean impidiéndoles el paso. De lo contrario, podrían estocinarse contra la máquina. Así que no pierdas ojo.
Durante la primera hora empezó a molestarme el sol. Aún no calentaba como lo haría después, pero picaba en los ojos. Sentí su fuego en la nuca, en la nariz, en las manos. El trabajo era sencillo. Levantaba la pala. La bajaba. Daba paso. Lo prohibía. El ayudante no había mentido.
En la segunda hora sobrevino el aburrimiento. Tras el exceso de tráfico de ocho a ocho y media, cuando la gente viajaba a la ciudad a trabajar, la cosa se relajó. Doblaban el recodo algunos camioneros y eso era todo.
En ocasiones miraba el reloj de mi muñeca. Un cuarto de hora se me hacía eterno. Estaba allí, de pie, en soledad, en medio de la nada, mirando a los árboles de enfrente, cuya sombra no me alcanzaba, con una pala de señales en la mano, el sol torturándome a cada segundo y las muelas jodiéndome vivo. ¿Qué demonios hago aquí?, me pregunté. ¿Por qué no estoy empleando las manos para escribir? ¿Cuánto puede aguantar un hombre de pie, mirando el vacío, mientras las horas de su vida se derraman y mueren?
Me preguntaba qué sería de Roberto y de los otros muchachos.
A media mañana creí estar enloqueciendo. El tráfico se intensificó, lo que permitía olvidarse de aquella maldita putada y dejar de pensar un poco. A ratos miraba el asfalto. Asfalto viejo y podrido que aún no había quitado la máquina. Pronto lo haría. A ratos observaba, junto a mis zapatos, a los insectos que trataban de cruzar al otro lado: hormigas, escarabajos, mariquitas.
Levantaba el brazo y lo bajaba. Una y otra vez. Una y otra vez. Los operarios pasaban por allí a contarme algo o a decir que, en breve, me cambiarían de lugar. Todos estaban negros, sucios, polvorientos, renegridos, con los labios resecos y la marca de las gafas de sol y de la camiseta en torno a los pómulos y a los bíceps.
Procuraba recordar el pasado para matar el aburrimiento. Hacer recuento de mi infancia y adolescencia, contarme cuentos que inventaba sobre la marcha.
En la adolescencia había leído a Bukowski, a Carver, a Fante, a Cheever, a esos escritores norteamericanos que las pasaron putas en vida. Tardaron en ganar dinero y alcanzar fama, y la vida miserable y su vocación los aniquiló, pero eso germinó en su literatura y sus páginas se inflaron de rosas nacidas del barro y del hambre. En el instituto quería ser como ellos: un maldito, un hombre que gana poco dinero y sobrevive en pensiones de mala muerte y en apestosas habitaciones de hotel, un bohemio. Pues bien. Ahora había alcanzado ese rango miserable. Era maldito, pobre y bohemio. Y no me gustaba nada.
-¿Un trago?
Me había ensimismado. No vi al ayudante detener su furgoneta delante de mí.
Bebí el agua que me ofrecía con avidez. No estaba fría, sólo fresca, y de ella habían bebido muchos hombres.
-Gracias.
-Bien, cambio de lugar. Sube. Te llevaré a la zona donde movimos las señales. Ahora te toca allí. Conocerás al capataz.
El capataz era un tipo tosco y serio, de unos cincuenta años. No recuerdo muy bien de qué hablamos. Me dolían las muelas y el sol me quemaba los ojos, las orejas, la nuca, esas zonas que la gorra dejaba al aire. Muelas, sol, tedio. No supe qué era peor.
Volví a mi puesto. Me quedé solo, cerca de las máquinas que operaban e iban levantando una polvareda hacia mí.
Poco después llegó la hora del almuerzo. Solía llevar conmigo la bolsa con el bocadillo y, cuando me cambiaban de sitio, la dejaba detrás, entre los arbustos. Alguien detuvo una furgoneta y me hizo dos gestos con las manos: se señaló el reloj y luego la boca, como si se metiera comida. “Hora de comer”, traduje. Pisó el acelerador y se esfumó. Pararon las máquinas y unos cuantos operarios subieron juntos a una camioneta y se alejaron. Otra vez estaba solo y me introduje entre la maleza reseca.
Comí el bocadillo y casi me quedo dormido encima de la rama gruesa de un árbol. Temí que hubiera demasiadas serpientes y escalé el tronco, para sentirme a salvo.
Una hora después estaba de nuevo en la carretera.
No vale la pena explicar el resto de la tarde. Fue exactamente igual, pero el sol no molestaba tanto. A media tarde, alrededor de las siete, terminamos. El ayudante nos recogió y volvimos a juntarnos en la furgoneta. Estábamos cansados, achicharrados. Ellos tuvieron la fortuna de conversar con alguien.
-Me han echado un rapapolvo –dijo Roberto, en voz baja–. Por sentarme un par de veces en el suelo a descansar. Esto es jodido, Martín.
-Al menos tenías con quien hablar. Para mí ha sido una eternidad con sol.
Fue una mala noche. Al dolor de muelas, que nunca se apaciguaba, se unió un variado catálogo de quemaduras.
Descansando en el lecho, con el cuerpo molido, recordé que, en esas horas muertas, no sólo me había contado cuentos y observado a los insectos. Había pensando en una chica a la que deseaba invitar a salir. La conocía de verla en algunos bares. Pero para invitarla era necesario llevar dinero encima. Necesitaba dinero para reparar las muelas. Y antes debía ganarlo tostándome al sol.
El siguiente día resultó similar. En las postrimerías de la jornada me pusieron junto a Roberto. Cuando no oíamos coches, nos acercábamos uno al otro un par de metros y salvábamos la distancia conversando a gritos. Era agradable contar con alguien para departir. Nunca había sentido una soledad tan profunda como en esa carretera.
Fuimos vestidos para la ocasión. Las quemaduras nos obligaron a aplicarnos protector solar. Colocamos camisetas y trapos bajo las gorras, al estilo Lawrence de Arabia, para que nos preservasen la nuca. Llevamos guantes y gafas de sol. Nos subimos las solapas del mono. Parecíamos mercenarios de un país de coña.
-Yo no aguanto más –dijo Roberto–. Dos días aquí me han parecido un infierno. No cobraremos mal, pero esto es una mierda. ¿Qué hacen aquí dos tipos como nosotros?
En efecto, el trabajo era una tortura. Había currado en otras mierdas del estilo, pero esta me pareció la más indigna. A los demás hombres se les veía infelices, torturados, pero bajaban la cabeza y aceptaban su destino porque había que pagar el alquiler y la comida y alimentar a los hijos.
-Yo también me voy. Creo que, con lo que he sacado estos dos días, podré empastarme la muela cariada.
-¿Y si son dos?
-Tendré que elegir una –me encogí de hombros.
Antes de terminar la jornada, volví a recordarla. Habíamos hablado en algunas ocasiones, las suficientes para atreverme a llamarla. Con dolor de muelas o sin él había que decidirse. El sol encima durante todo el tiempo y el tedio de los largos ratos con la pala en alto, o mirando al suelo, me añadieron cierto coraje. Me dije que la telefonearía la tarde siguiente, y luego me acercaría hasta un dentista, a pedir hora.
-Es el último día –le dijo Roberto a Cerezo–. No creo que vengamos mañana.
-¿Estáis seguros?
-Sí.
-Bien, en ese caso os llevaré a la oficina del capataz. Os dará el cheque.
Al capataz, sentado en la silla de su oficina portátil, con un cigarro en la boca, no le gustó nada aquello.
-Estos chavales… –movió la cabeza–. Bueno, lo solucionaremos. Llama ahora mismo al móvil de quien nos envió a estos chicos. Que manden otros cuatro para mañana, a primera hora. Lo que sobra es gente sin empleo.
Olvidé decir que los otros dos compañeros también se rajaron. Éramos blandos. O inconformistas. No lo sé.
Me dieron un cheque y, por primera vez en días, me vi los dedos bajo otra óptica. Ahora sujetaban la promesa del dinero. Aquellos dedos habrían podido escribir muchas líneas durante esas dos mañanas de horno, pero las muelas eran una prioridad y la chica también. Las muñecas se me habían quemado y los dedos mostraban arrugas de los atropellos del sol. Se puede uno chamuscar demasiado, de pie en la carretera.
Llegué a casa más roto que nunca. La noche fue horrible. Tras echarme Aftersun, tumbé mis espantados huesos en la cama. En los pies se arremolinaban las ampollas, de habérmelos cocido con los zapatos y de soportar el calor y las horas sujetando el peso del cuerpo. Los labios, resecos. Los riñones, maltrechos. Aquellos obreros eran gente dura. No sabían hacer otra cosa excepto aguantar. Pensé en varios asuntos para conciliar el sueño. Se me ocurrió la idea de escribir un libro de cuentos realistas y amargos, basados en la vida en mi pequeña ciudad. Un libro que hablara de los hombres que sufrían y trabajaban en ella, de los desempleados y los alcohólicos, de los tipos que soportaban amores fracasados o encontraban a otras parejas. Cuando las muelas me lo permitían, pensaba en esto y en la chica. Necesitaba a esa chica tanto como había necesitado una sombra en la carretera.
Programé el orden de la mañana. Primero, llamarla. Luego, ir al banco a cobrar el cheque. Después, el dentista: con suerte me atendería antes de comer, porque el doctor era familiar de Roberto, y me miraría sin cita previa.
Las muelas sólo me dejaron dormir un par de horas. A las nueve de la mañana estaba en pie. Me duché con cuidado. Las quemaduras aún dolían. Reparé las ampollas. Contemplé mis zapatos rotos. ¿Iba a invitar a una chica a salir, con esos zapatos? Debería comprarme unos nuevos.
Entonces, cuando iba a afeitarme, miré mi cara en el espejo. Las ojeras acentuaban la delgadez del rostro, como si fuera un espectro. La barba de varios días daba sensación de desaliño y de suciedad. En los labios, en las orejas y en la nariz había llagas del sol. Parte de la mandíbula izquierda se había inflamado por el dolor de muelas. ¿Quién saldría conmigo?
Nada de aquello era agradable y encantador. Lo parecía en la literatura, pero no lo era en la vida real.
Postergué los planes y fui a la máquina de escribir. Una máquina antigua que había encontrado en un contenedor de basura, al ir a tirar unos cuantos cartones viejos: llena de hojas podridas de lechuga y cáscaras de huevo. Pero la había rescatado de su miseria para ocasiones como esa, en que no necesitaba el ordenador.
Tienes que escribir algo y llamarla. Arreglarte las muelas y llamarla. Comprar un par de zapatos y llamarla.
Pulsé una tecla. La máquina sonaba fatal, como si agonizase. Era un callejón sin salida. Escribí su nombre y no supe continuar.
Los nervios alterados de las muelas seguían golpeando, al fondo de la boca, como un martillo. Recordándome mi condición.
Cuento recogido en la antología HANK OVER / RESACA.

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