Ellos eran los que seguían el cabeza a cabeza en las estadísticas publicadas con la fuerza de la comunicación mediática para todo oído que se preste. Y el mundo estaba ahí, consumiendo en vivo y en directo lo que allí pasaba.
Me despabilé al toque. Ofuscado, me dije que les transmitiría a todos lo que vi.
Me paré frente a la pantalla, como quien tapa la tele del living familiar para llamar la atención y anunciar algo.
“Gente, vengo de estar ahí, no van a decidir nada, están hablando temas teóricos y de buena verba pero no conducentes, no quieren llegar a un acuerdo, no es lo que les interesa”, llegué a esbozar, para arrancar y sentirme encolumnado con la verdad que venía a revelarles.
Me indigno. Apelo a lo más llamativo que podría hacer para no perder la atención que se empieza a dispersar nuevamente. Y me pongo en bolas y a gritar.
Estas afuera.
Y ahí se acabó. Se fue. Más que como un final feliz, de esos que la cámara sube y se pierde en una imprecisión, fue como un apagón, de esos que sorprenden en el momento menos oportuno y hace que ya estemos pensando dónde hay velas o alguna luz con la cual iluminarnos.
A ver qué toca ahora.
Acá estamos, poniendo la carita, a la cruel realidad.