Nací hombre (a pesar de la foto de la izquierda), blanco y occidental, tres conjugaciones que de por sí ya facilitan el camino. Además lo hice en el seno de una familia bien avenida en la que el amor, el cariño y el respeto fueron un caldo de cultivo excelente. Después tuve una fase de inserción escolar, donde aprendí algunas cosas importantes para mi vida, entre ellas a leer y escribir, matemáticas, ciencias, etc., y a distinguir entre un grupo de gente, con una breve mirada, quién era el matón, quién el soplón, quién de fiar, y a quién no acercarse por nada en el mundo, cosas, en resumen, que me han ido bien para la vida. Ojo, más o menos como la mayoría de los que podáis leer estas palabras.
A fecha de hoy la flor va envejeciendo, como el tiesto, pero no se ha secado y sigue dando frutos. Uno de ellos es mi trabajo, del que no entraré demasiado en detalle, pero que me permite algo extraordinario, y es participar de que la gente disfrute de sus vacaciones. Junto al equipo de profesionales con el que trabajo, intentamos que las personas que han estado ahorrando por meses de su vida para dedicarse siete, diez o quince días de vacaciones en un lugar extraordinario como es República Dominicana, lo pasen bien. Ojo, es un trabajo exigente y de mucha responsabilidad, ya que cuando algo sale mal se afecta a personas de verdad, lo que pone un plus de presión evidente, pero que por fortuna acertamos mucho más de lo que nos equivocamos. A veces me gusta pensar que somos como ese árbitro que si ha hecho bien su trabajo, el público recordará el juego, la competencia, el partido, pero no al riferí de turno.
Esta posición de privilegio me permite, además ir devolviendo alguno de los favores que la vida me hizo, ya que de tanto en tanto viene por aquí alguien querido y puedo pagar una parte. Este es el caso que ocupa el post de hoy, la visita de vacaciones de uno de los que fueron parte importante en mi desarrollo, del que fue mi profesor de informática hace cerca de treinta años. ¡Y el tipo está igual!
De ahí llevo días pensando en que quisiera aprovechar el altavoz, pequeño, de mi blog para rendir un homenaje a aquellos profesores de los que guardo recuerdo, además de agradecer a Francesc que viniera a vernos, a él y a su esposa, y a quienes estamos muy agradecidos por su presencia, y por haber destinado unas horas de sus vacaciones para compartir con nosotros.
No sé si a vosotros también os pasará, pero he hecho un pequeño cálculo de mi vida escolar, desde que mis padres me metieron en la rueda de hámster de la formación, hasta que la cambié por la rueda de ratas de la vida laboral y en total habré estudiado unos trece o catorce años, a una media de cinco o seis materias, y contando con que los primeros años el mismo profesor daba todas las clases, me salen, haciendo números redondos, entre cincuenta y setenta profesores. Supongo que esto debe ser más o menos habitual para todos los que hayamos finalizado estudios básicos y superiores, ahora bien, de estos hombres y mujeres que dedicaron unas horas largas a mi formación, ¿a cuántos recuerdo, cuántos de ellos marcaron mi personalidad, mi formación real, y lo peor, cuántos de ellos me recordarán a mí?
La segunda cuestión carece de importancia, ya que si alguno me recuerda estoy convencido de que no será por nada bueno, así que mejor me centro en la primera parte de la pregunta, cuántos profesores recuerdo y los iré detallando para solaz de mi memoria.
Jordi, un profesor de literatura española (lengua se llamaba cuando yo estudiaba) que ya vaticinó que sería escritor, de quien he hablado en alguna otra ocasión, y el que cada vez que se cruza con mi hermana por nuestra ciudad natal le pregunta si ya me han metido en la cárcel. He de reconocer que nunca fui muy buena pieza…
Francesc, el primer profesor de informática, y único, que recuerdo, a pesar de haber tenido varios. Él fue de los primeros profesores en tratarnos como adultos. Recuerdo que hicimos una vez un trabajo combinado con la asignatura de estadística, y que se trataba de poner en práctica, con los incipientes programas de hojas de cálculo (Harvard Graphics, si no recuerdo mal) un estudio estadístico que después teníamos que presentar. Yo armé un magnífico estudio estadístico de los precios, razas, tamaños, zonas de acción y especialidades de las prostitutas que aparecían en los periódicos. Francesc me calificó con un excelente mi trabajo, que fue exhaustivo y muy bien hecho, mientras que en estadística me lo hicieron repetir. Tenía dieciséis años.
María, la que fue coordinadora de estudios en la última fase de mi formación, y a quien le debo mi primer trabajo de verdad, mi graduación final, y una lección que aún no he olvidado y que he repetido muchas otras veces con mis propios hijos y con los equipos humanos que he dirigido a lo largo de mi vida profesional. Después de haberme pasado bastante con una profesora, fui a verla convencido de que la expulsión era el único camino honroso que me propondría (eso o la denuncia de la profesora), pero María me llevó fuera del colegio, a una cafetería, y tomando un café, que pagó ella, llegamos a un pacto. Recuerdo que en otra ocasión me dijo “sé que copias en los exámenes, y te voy a pillar”, tenía fama de pillar a todo el mundo, je je je, pero a mí no me pilló. Sorry María, el día que nos veamos te prometo que te explicaré cómo lo hacía.
Margarita, mi primera profesora de catequesis, la persona que me regaló la primera Biblia, aquella que se deshizo en mis manos de tanto leerla, y de quien aprendí, a muy temprana edad, que las palabras son una polvo y que lo único que vale es el ejemplo. Acción, acción y acción.
Montse, mi tutora de quinto de básica, una mujer que nos enseñó la complejidad del universo con la facilidad suficiente para que un grupo de niños de once años lo comprendiéramos y tuviéramos la base suficiente en muchas materias para aprender sobre lo que ella nos había enseñado. Una profesora que me dejaba dibujar grandes batallas de jets de guerra que atacaban serpientes monstruosas mientras estas devoraban ciudades, y que lo único que me pidió es que lo hiciera en la última hora de los viernes, después de haberla ayudado a corregir los dictados de los otros niños.
Josep María, mi primer profesor de contabilidad. El hombre que hizo que supiera que había acertado al escoger mi profesión. Un maestro de billar que colocaba números en las columnas del debe y el haber con la misma precisión que decían que hacía carambolas. Creo que lo que aprendí de contabilidad con aquel hombre en un año es lo que me ha permitido ganarme la vida en los siguientes treinta.
Vicente, creo que se llamaba así, el director del último colegio del que fui expulsado cuando tenía diez años (después solo me expulsaron de asignaturas sueltas, pero no del colegio). Me llamó mentiroso en unas colonias de verano y se rió de una “escultura” de cerámica que nos obligaron a hacer. Mientras se secaba el resto de obras maestras de los otros niños del campamento, entré con un palo de madera y las convertí en miles de pedazos para que los arqueólogos del futuro se volvieran locos intentando reconstruir qué pasó en aquel lugar.
Mercè, mi primera profesora de inglés. El primer día de clase nos hizo decir algo en inglés a todos los alumnos, contestarle a las preguntas que hacía, y después preguntar nosotros a ella. Yo en mi vida había estudiado, escrito o pronunciado una palabra en inglés, y me sentí tan impotente que en pocas semanas ya era capaz de traducir (con la ayuda del diccionario) canciones de Scorpions para mi novia de entonces. Recuerdo que se aguantaba en equilibrio sobre sus pies girándolos noventa grados hacia dentro, ambos a la vez. ¡Probadlo!
Jordi, profesor de ciencias en uno de los colegios por los que pasé, en una época en que la violencia no estaba mal vista, por lo menos allí no, y el bofetón estaba a la orden del día. Este señor vino, recién licenciado de la universidad, y nos prometió que él, pasara lo que pasara, jamás nos pondría la mano encima como hacía el resto de profesores con la precisión de un diapasón. Yo tuve la inmensa fortuna de ser la excepción que confirmó la mentira. Fue la constatación de que, digan lo que digan, al final todos tenemos una bestia dentro que es mejor no despertar.
José Manuel, el único profesor negro que he tenido. En aquellos años una persona negra era tan extraño de ver que en las poblaciones que había una, ejercía de rey Baltasar todos los años en la cabalgata del cinco de enero. Un tipo extraordinario, profesor de asignaturas técnicas fue un ejemplo magnífico. Nos trataba como a personas normales y su sonrisa era verdadera. Años más tarde tuve la suerte de cruzarme con él en la vida laboral, en un breve intermedio que hizo en su carrera docente, y resultó que su vida era la enseñanza, no la práctica, pero es de los mejores profesores que he conocido en mi vida. A él nunca le hice ninguna, que recuerde…
Rafael, fue mi profesor de literatura en la adolescencia. Sevillano, nos leía fragmentos de García Márquez, Neruda, Machado, Lorca y Hernández con una pasión que me hacía llorar a escondidas para que el resto de niños no se rieran de mí. Él nos enseñó qué era el realismo mágico y qué la poesía. Recitaba a Neruda como nadie. Recuerdo que una vez llegó con dos libros, uno lo dejó boca abajo en la mesa y el otro lo utilizó para hacer un dictado. De tanto en tanto giraba la cabeza para asegurarse de que el segundo libro estaba allí, lejos del alcance de nuestras manos. No sé si alguno de nosotros le preguntó, o cómo se lo hizo venir, pero nos dijo que aquel libro estaba prohibido, que no nos lo podía leer en clase por nada del mundo, y que además nosotros seríamos incapaces de entenderlo porque era para chicos más mayores. Después, curiosamente, cometió el descuido de salir de clase sin el libro. Era La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, que inmediatamente se agotó en todas las librerías cercanas a la escuela.
José, salesiano, con gafas de culo de botella, pelo cortado a cepillo y aspecto de soldado cegato, me perseguía para que no me besara con mi novia en los descansos entre clases, ni por los pasillos. Fue el primero en presentarme a un misionero de verdad, a tocar la guitarra, a recoger basuras por las casas para después revenderlas y enviar el dinero a las misiones, el primero en mostrar a un adolescente arrogante y mal criado que había gente en el mundo que las pasaba putas y que nosotros, con solo recoger las botellas de cava que la gente tiraba a la basura después de las fiestas de navidad, podíamos aliviar ese sufrimiento. José, aún recojo todas las botellas que puedo.
La lista no sería mucho más extensa, pero es evidente que me dejo a muchos que en su momento me marcaron. No en vano han pasado muchos años y mi memoria no tiene tantas megas como para almacenar más datos. Lo cierto es que tan solo quería hacer un pequeño homenaje a los profesores, los míos y el resto, pero a los de verdad, a los que cuando eran pequeños explicaban la lección a sus muñecos, a aquellos que cuando sus padres les preguntaban qué querían ser, ya contestaban: ¡maestro!, y que lo fueron para fortuna nuestra, pero pensando, pensando, y recordando, recordando, me he vuelto a extender sin mesura.
No me voy a despedir sin agradecer y rendir homenaje a los que me tuvisteis de alumno en vuestras clases, sé que esto no llegará probablemente a ninguno de vosotros, y también que no fui un alumno ejemplar, quizá en mis conocimientos, notas, trabajos, sí, porque nunca fallé en eso, pero sé que fui un grano en el culo de cualquier aula, un elemento distorsionador de la paz que un aula requería, un dedo alzado preguntando continuamente por qué, y buscando las mil maneras de joder al prójimo. Un apellido que años más tarde, cuando era mi hermana la que llegaba a vuestras clases dabais gracias a Dios por los misterios de la genética y porque no nos pareciéramos en nada.
Maestros, gracias, porque vosotros ayudasteis a regar la flor.