Había sido un día desalentador. Los médicos nos habían dado la peor de las noticias. A nuestra hija, que acababa de pasar su primera cirugía de cerebro para remover un tumor y estaba siendo sometida a radioterapia, ahora se le daba oficialmente un dos por ciento de probabilidad de sobrevivir ya que este tipo de cáncer no tenía cura.
Mi esposa y yo decidimos llevar a nuestra hija a almorzar antes de seguir con nuestras conversaciones en la tarde. Fuimos a un restaurante local donde nos sentamos en silencio esperando a la mesera. Nuestra hija Molly no podía entender tal tristeza o silencio así que jugaba alegremente con papel y crayones y mientras permanecíamos sentados mirando al piso.
Observé a una pareja muy anciana sentada a unos cuantos cubículos de distancia; ellos también en silencio sin hablar una palabra. No pude menos que preguntarme qué desafíos enfrentaban en sus vidas y si jamás habrían tenido que enfrentar una noticia tan terrible sobre uno de sus hijos.
Eventualmente ordenamos nuestro almuerzo y todavía sentados en silencio comimos lo que pudimos. En algún momento quedé intrigado por la anciana pareja y les observé más intencionalmente cada momento que pasaba. Pensé para mí que no se habían hablado el uno al otro todavía y me pregunté si sería la paz que disfrutaban o la comida, o tal vez ambas. Sin embargo, en algún punto perdí interés y enfoqué nuevamente sobre mi almuerzo.
Molly todavía hablaba consigo misma y disfrutaba su comida y su madre y yo ambos escuchábamos e intentábamos ser felices en su presencia pero no nos estaba yendo muy bien. De repente vi esta mano aparecer de la nada. Era enorme y podía verse que había sido afligido por la artritis. Los nudillos estaban hinchados y los dedos torcidos y fuera de alineación. No pude quitar mis ojos de esa mano. La mano se desplazó y aterrizó sobre la manita de mi hija de seis años y, al hacerlo, miré hacia arriba; era la anciana que había estado sentada con el anciano comiendo su almuerzo en silencio.
La miré a sus ojos y ella habló, pero no a mí. Miró a mi hija y simplemente susurró: “Si pudiera hacer más por ti lo haría”. Y entonces sonrió y se alejó para encontrarse con su esposo que se dirigía hacia la puerta.
Escuché un “Hey, miren, un dólar entero”. Molly habló emocionada al descubrir que la anciana había colocado un arrugado billete de un dólar en su mano. Miré y vi el billete de un dólar y rápidamente me di cuenta de que había sido dejado por la anciana. Levanté la mirada para agradecérselo pero ya se había ido. Quedé anonadado, sin estar seguro de qué había pasado y entonces miré a mi esposa. Casi al unísono, nos sonreímos. La tristeza del día había sido limpiada por la mano lisiada y toque generoso de una anciana.
El dólar, aunque emocionante para Molly, no fue lo que nos hizo sonreír o comenzar a sentirnos diferente; fue la dádiva de una anciana que sintió nuestro dolor y sufrimiento. La mano lisiada simbolizó un toque de sanidad y nos hizo darnos cuenta de que no teníamos que pelear esta batalla solos; que a otros les importaba y querían ayudar. Nos sentimos animados y pronto nuestro día se llenó de más pensamientos felices al gastar el resto de nuestro almuerzo planeando el día siguiente en casa con actividades divertidas para todos.
Nunca olvidaré esa lisiada y artítrica mano que nos enseñó tal importante lección. Uno no tiene que ir por la vida enfrentando dificultades solo; el mundo está lleno de gente compasiva y comprensiva. Aun aquellos que sufren de sus propias aflicciones tienen mucho que dar.
La mano que cubrió la de Molly aquel día todavía la cubre. Y aunque Molly ya no está con nosotros, puedo verla ahora tomada de la mano con aquella anciana, ambas manos perfectas y ambos rostros llenos de sonrisas.. Y aunque el Cielo tiene a estos dos perfectos ángeles ahora, las lecciones que ambas nos enseñaron permanecerán para siempre en mi corazón.
Tim Reynolds
Vía Renuevo de Plenitud