Salí a recorrer la ciudad. Me despedí del conserje que me invitó con una copa de vodka y crucé la puerta del hotel. Caminé hasta la Plaza Roja, visité la Catedral de San Basilio, contemplé sus cúpulas de colores y pensé en aquellos viajes que nunca había hecho, en las aventuras de las que me creía capaz pero hacia las que jamás me había lanzado. Pasé unas horas caminando envuelta en esa sensación de libertad que sólo se alcanza en soledad y decidí hacer un último paso por el Museo Nacional de Historia.
No bien entré escuché un quejido y giré para ver: una mujer rubia, probablemente alemana, discutía con un hombre, probablemente argentino o uruguayo. No logré entender lo que decían, pero noté en ella una actitud de reclamo y, en él, sólo despreocupación.
La escena era brutal y se llevaba la atención de todos los que pasaban por ahí, iuncluso la mía, que sólo se dispersó cuando un señor algo mayor me preguntó si era noruega.
- ¿A qué vino?
- Estoy acompañando a mi novio que está dando una conferencia literaria.
- ¿Usted es escritora?
-No, pero parece que tengo cara de noruega –le contesté.
-No creo que de noruega, más bien de curiosa –dijo alguien por encima de mi hombro. Lo reconocí inmediatamente: era el chico probablemente argentino o uruguayo que discutía con la alemana.
-¿Sos argentino? –le pregunté.
-No, soy uruguayo -me respondío-. Ustedes los argentinos siempre creen que somos argentinos.
-Tal vez sólo se trate de que somos más y eso agrega posibilidades.
Me respondió algo referido al ego que ignoré. En cambio preferí aceptar su invitación a almorzar a un lugar que, según dijo, era la perdición de la gula. Tomamos sopas, comimos empanadas y me hizo probar decenas de blinis. Pasamos tres horas en el restaurante y cuando llegó el momento de pagar la cuenta, me dijo que no me preocupara, que era el dueño del lugar.
Me llevó a conocer la cocina y sugirió que fuéramos a caminar. Acepté. De camino le pregunté su nombre y él, en lugar de responder, me preguntó cuándo me iba. Mañana, le mentí. Entonces -dijo- lo mejor es que siga siendo un uruguayo en Rusia.
Caminamos por las calles circulares de Moscú y finalmente nos sentamos en el banco de una plaza muy chica. Me preguntó a qué me dedicaba. Le conté que mi trabajo era simplemente un medio, que amaba la literatura, y, en consecuencia, a Rusia. Me dijo que no conocía a muchos autores rusos, y le dije que debía bastarle con saber que Tolstói había nacido ahí. El no leía -me contó- y entonces yo me pregunté, y le hice saber, qué hace alguien que no lee durante su tiempo libre.
-Tengo sexo, supongo.
Terminamos de coger más tarde de lo que había previsto buscar a Pablo a la sala de conferencias. Le pregunté por algún barrio alejado en el que hubiera algún atractivo interesante. -Podés inventar que te perdiste paseando por el Laura de la Trinidad-San-Sergio, en Sérgiev Posad. Asentí. Y salí.