A los ex-atletas como yo (3000 obstáculos en mi juventud) el cuerpo nos pide salir corriendo o dando saltos el resto de nuestra vida. Otra cosa es que lo hagamos con más o menos asiduidad. No soy como el machaca de mi hermano mayor, Fede, que corre medias maratones y que sigue teniendo el cuerpo fibroso de un keniata. Si esto fuera el Hola diría que está espléndido a sus casi cincuenta años. Claro que él ha sido siempre un atleta talentoso. Corrió la primera maratón de Barcelona, con la UAB, a los 16 (fue el atleta más joven) y no llegó a la élite del atletismo porque todo eso pasó antes del 92, cuando este país todavía era muy ruin con sus atletas suburbiales. En cuanto a mí, bueno, resoplaba y resoplaba. Compensaba con sufrimiento mi falta de genética.
Correr, decía. Hasta ahora siempre había corrido en la montaña, o en parques urbanos, huyendo del asfalto que machaca las articulaciones y de la gente. Muchas de las cosas que he escrito para nuestra compañía de teatro han salido mientras daba zancadas en solitario. Otros hacen yoga o escuchan música, yo corro por el bosque. Es mi momento zen.
Correr por el Raval es otra cosa. Ni zen ni hostias. Desde que vivo aquí, mi momento Murakami se ha convertido en pura mecánica, engrase del cuerpo, puesta a punto. Nada de dejarse ir, desde que salgo de casa correr se convierte en un eslalom. Imposible seguir una linea recta, todo está lleno de todo: de bicis, de camareros que cruzan las calles, de gente que va y viene, o que no viene, simplemente se detiene en la calle para hablar. A veces pienso que algo me va a pasar, que algún día, mientras corro, algún loco arrojará una bombona de butano desde el balcón, o un camión de Barcelona Neta me aplastará contra la pared, o un borracho saliente del Marsella se liará a tortazos conmigo. Hay barrios en los que no cuesta imaginar a alguien corriendo. Incluso en la vecina Las Ramblas, a primera hora de la mañana, cuando todavía está transitable, veo a gente que corre hacía el mar. Pero el Raval no, el Raval no es un barrio deportivo. Aquí se vive o se viene a comer, a beber, a mirar, a bailar, a follar, a culturear si me apuran, pero no a correr. A correr no. Cuando me pongo mis bambas y mis pantalones cortos y hasta que no doblo por Sant Oleguer ( la parte más olímpica del barrio, con su carril bici y sus pétreas mesas de ping pong) me da la sensación de que voy dando el cante. Ya ves tú, con la de fauna que hay en el barrio, con la de gente rara por metro cuadrado, con la de peinados imposibles, túnicas, cadenacas, harapos, tatuajes, sombreros, patillones, pañuelos, maquillajes. Fauna integrada en las calles, en los bares, en las tiendas. Pero un tío corriendo...¿onde vas julandrón? ¿Qué te has creído que es esto, Beverly Hills?. Anda qué. En fin. Al final descubres que nadie te mira, que aquí la gente va y hace lo que le da la gana. No sé si es un consuelo, pero ayuda. El final de mi recorrido es el Hotel Vela, en la Barceloneta. Los surferos y ecologistas no lo tragan, pero a mí, que de vientos ni flowers, me parece un edificio magnífico, con su arco cristalino que parece tallado por el mar. Regreso al Raval, sudando como un pollo, o como un cerdo, depende del calor, casi caminando. Según el día, alguna rubia me dirá un "hola guapo" que, con las pintas que llevo, sonará más a cachondeo que a oficio.El vicio de correr.
***PD: La semana que viene no habrá crónica desde el Raval. Estaré dando tumbos por el camino de Santiago. Caminar es otro de mis vicios anticrisis. A mi vuelta les explico.***
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