Revista Diario
UN VERANO EN EL RAVAL (y 7)
Publicado el 29 agosto 2012 por QuiqueAlaska, 29 de agosto de 2012,
Donde mejor se piensa sobre el Raval es a distancia. Aquí, por ejemplo, bañándome en una poza cercana al Santuario de Santa Maria de la Fontcalda, después de pedalear por la vía verde del Baix Ebre . Aquí, en la quietud y el silencio, donde no pasan cosas, compruebo que lo más sobresaliente del Raval, su poso, es el ruido. Lo que mejor lo define y menos se echa de menos. Escapar del Raval en cualquier dirección es sentir el descanso que uno experimenta al taparse los oídos en un concierto de heavy metal. Las guías de viaje Lonely Planet acaban con una leyenda, que siempre me ha parecido realista y triste, en la que se asegura que los lugares que uno visitó y que le fascinaron cambian, casi siempre a peor: "Las cosas cambian: los precios suben, los sitios buenos empeoran y los malos se arruinan...". En el Raval parece que todo cambie para que todo siga igual, como en El Gatopardo, de Lampedusa: "Se vogliamo che tutto rimanga como è, bisogna che tutto cambi". El Raval sigue siendo, de hecho, la inmensa huerta que alimentó Barcelona durante la Guerra de Sucesión, en 1714, solo que ahora son kebabs y gin tonics en vez de lechugas o pimientos lo que ofrece al hambriento. Entre el siglo XV y la desamortización de Mendizabal, fue tierra de conventos, de Jesuitas, Trinitarios y Carmelitas. Luego, a finales del siglo XX, se instalaron órdenes más laicas y culturales, órdenes al fin y al cabo, como el Museo de Arte Contemporáneo o la Filmoteca. Tampoco ha cambiado la tipologia obrera del barrio, aunque los protagonistas de la quema de conventos de la Semana Trágica de 1909, sean ahora inmigrantes venidos de todo el mundo, con sus restaurantes, mercadillos, tiendas y peluquerías a cuatro euros el corte. Ni ha cambiado el ruido de la gente. El ruido, transversal a su historia.
La primera vez que vine al Raval fue antes de las Olimpiadas de Barcelona, cuando el lugar daba miedo y yo era mucho más impresionable que ahora. Luego volví a él en un libro y un documental sobre una supuesta red de pederastia en el barrio: El libro: Raval. Del amor a los niños, del periodista Arcadi Espada. Un libro fuera de serie, como diría mi padre, y que todo educador social debería leer si quiere hacerse adulto. El documental: De Nens, del director Joaquim Jordà. Un excelente contrapunto al libro en el que queda retratada la desfachatez de la (in)Justicia de una forma que no he vuelto a ver en pantalla.
No pisé el Raval en muchos años aunque bajaba frecuentemente a Barcelona. Para los visitantes esporádicos de la gran ciudad, Barcelona siempre había sido La Rambla y su margen izquierdo bajando a Colón: El Born, La Ciutadella, el Barri Gòtic. Gràcia en fiestas, quizás, pero no se nos había perdido nada en esas callejuelas obscuras e inquietantes que se perdían más allá del Liceo.Hasta 2008, año en el que Rafa y yo hicimos el Alaska y nos enamoramos de la sala de teatro Almazen y de las pizzas de espinacas de La Verónica. Pero eso ya es otra historia.
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