Esta es una anécdota en partes: la 6a en la saga de la Señora W. y también la 17a en la saga del Dr. Kovayashi.
< Idilio, corto idilio | Continuará…
Después de haber viajado varios kilómetros en el seno de aquella corriente submarina, Rómulo supo que era inmortal. “Ya debería ser finado…”, concluyó al darse cuenta de que había transcurrido demasiado tiempo con el mismo aire en los pulmones y que podía continuar así indefinidamente. “Además”, agregó “tendría que haber muerto en la montaña… pero acá estoy, sin un solo moretón. Ahora lo veo claro, todo esto es la terapia de W. Ella es la paciente, no yo; nada malo me puede pasar.” Si bien ajena a cualquier tipo de lógica, esa idea lo tranquilizó. Tarde o temprano llegaría a alguna playa y reiría a carcajadas de cara al sol sobre la resaca.
No obstante, ese mismo razonamiento terminó por llenarlo de amargura cuando entendió que era imposible que W. estuviera viva. La imaginó aguantando la respiración, tratando de nadar hacia la superficie. Agotada ya su fuerza debió de abrir la boca, de obedecer a su instinto aun sabiendo que no sería aire lo que llenaría sus pulmones. Y luego, la inundación. Vaya desgracia la de W., la falta de oxígeno seguramente la había aterrado… Las burbujas se habrían ido volviendo cada vez más diminutas mientras ella se hundía más… y más… y más. De repente Rómulo anheló ser castigado, y por eso imaginó a la que fuera su esposa transformada en jirones de carne que rodaban por el fondo del mar. “Ojalá que los peces no hayan comenzado a mordisquearla antes de que muriera”, pensó, y no pudo evitar espantarse.
De cualquier manera, no le quedó mucho tiempo para el llanto o el lamento. La corriente se había acelerado y giraba sobre sí misma en un vórtice descomunal. Por primera vez desde que se había hundido, Rómulo percibió luz en el agua, la luz más potente que vería en toda su vida. Era cálida y verdosa, y no provenía de la superficie sino de un hueco en el rocoso lecho del océano, justo en el eje del vórtice. Pensó que se trataba de un sumidero natural, una especie de inmenso inodoro a través del cual el agua escapaba del planeta. Pero más allá del hueco, horizontal detrás de esa luz encantadora apareció el rostro de Daibushi. Puesto que su destino lo tenía sin cuidado, Rómulo se dejó llevar hacia el sumidero, que lo chupaba con fuerza. De esa manera, relajado cual sacerdote yogi en la nieve, pasó a través del agujero y cayó en un lugar incierto donde únicamente había luz. Su sorpresa no fue poca al notar que su ropa no estaba mojada y que podía respirar aire sin dificultad.
Por su parte, la Señora W. había estado a punto de morir ahogada inmediatamente después de hundirse en el oscuro océano de la habitación número dos. Presa de la ansiedad quiso invocar a Rómulo, aunque sólo consiguió tragar agua salada en grandes cantidades. Sin oxígeno ni reacción, desvanecida y flotando a media agua, en el preciso momento en que la corriente comenzaba a llevarla hacia su marido, el brazo amigo de El que era el Cardo de Flores la sacó a la orilla. Sabía que había que actuar con presteza aunque luego Daibushi se enojara con él. Levantó la mirada y preguntó en voz alta como dirigiéndose a una tercera persona en esa playa desierta: “¿Qué hacemos, doctor?”, a lo que él mismo se respondió con gravedad: “Proceda, doctor.” Por suerte, Rómulo nunca se enteraría cómo El que era el Cardo de Flores le había abierto suavemente la boca a W., cómo le había metido su lengua tubular y gruesa por la garganta hasta alcanzar los pulmones y cómo se había bebido el agua que los llenaba.
Satisfecho, El que era el Cardo de Flores guardó su larga lengua y reflexionó: “Pobre Romulito. La inmortalidad es un obsequio del averno…” y con un risa irónica abandonó la habitación.
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