–Amigos, ¿sabéis de qué voy a hablaros?
–No -contestaron.
–En ese caso -dijo-, no voy a decirles nada. Son tan ignorantes que de nada podría hablarles que mereciera la pena. En tanto no sepan de qué voy a hablarles, no les dirigiré la palabra.
Los asistentes, desorientados, se fueron a sus casas. Se reunieron al día siguiente y decidieron reclamar nuevamente las palabras del santo.
El hombre no dudó en acudir hasta ellos y les preguntó:
–¿Sabéis de qué voy a hablaros?
–Sí, lo sabemos -repusieron los aldeanos.
–Siendo así -dijo el santo-, no tengo nada que deciros, porque ya lo sabéis. Que paséis una buena noche, amigos.
Los aldeanos se sintieron burlados y experimentaron mucha indignación.
No se dieron por vencidos, desde luego, y convocaron de nuevo al hombre santo. El santo miró a los asistentes en silencio y calma. Después, preguntó:
–¿Sabéis, amigos, de qué voy a hablaros?
No queriendo dejarse atrapar de nuevo, los aldeanos ya habían convenido la respuesta:
–Algunos lo sabemos y otros no.
Y el hombre santo dijo:
–En tal caso, que los que saben transmitan su conocimiento a los que no saben.
Dicho esto, el hombre santo se marchó de nuevo al bosque.