El autobús de la línea 7 que moría cada vez en un complejo centro comercial, llevaba en esta ocasión a Soraya, una mujer que sentía su propia oscuridad muy de cerca. Cada día un poco más. Aquella mañana de otoño se había obligado a sí misma a ir de compras. Sabía que debía mantenerse atractiva para su marido, y la desgana de los últimos tiempos la había descuidado hasta el punto de encontrarse toda ella pasada de moda. Desde el alma a los pies.
Había tenido suerte: nadie ocupaba el asiento contiguo y se encontraba cómoda mirando la vida pasar a través de su ventanilla. Ensimismada como de costumbre, dio un respingo cuando el teléfono móvil vibró en el interior de su bolso. Nunca lo utilizaba. ¿Quién podía ser? Curiosa, atendió la llamada.
-¿Sí…?
-Usted no me conoce, Soraya, pero le ruego que no cuelgue. Escúcheme un par de minutos. ¿De acuerdo?
-Eh… Humm… ¿Cómo sabe mi nombre? A ver, dígame.
-La observo con frecuencia en la distancia, enamorado y estúpido, sin que usted sepa siquiera que existo, pero no me importa porque me conformo con este papel romántico que me ha caído en suerte desde hace un año. Hoy es -de alguna forma- nuestro aniversario, y quería volver a escuchar su voz. Quería que me escuchara también a mí. Que supiera cuánto la adoro, venero y deseo. Cuánto la admiro, desde la lejanía y la cobardía del anonimato. Que sonrío con solo verla salir de casa, cuando acude al centro de voluntariado, o -simplemente- cuando la contemplo caminar hasta que la vista no me alcanza, y cierro los párpados con fuerza para conservarla en mi retina. Que sé de sus ojos, su boca, su pelo y sus manos. De sus gustos y pasiones. Que yo soy porque usted es, y eso nunca cambiará así se desmantele el universo entero. Que la amo, y que rezo porque haya otra vida y en ella sea yo quien tenga la suerte de acompañarla. Es todo. Tenga un maravilloso día, por favor.
Boquiabierta, Soraya escuchó cómo el desconocido que le había regalado tan preciosas palabras, colgaba el teléfono. Un número oculto: se quedaría con las ganas de saber de quién se trataba. No parecía una broma, pero… ¿qué había sido aquello? Y de pronto, una dulce y roja sonrisa se le dibujó en la cara para toda la mañana…
-Joder, ha estado perfecto. Ha interpretado más que leído, y se lo agradezco. No tengo por qué explicarle, pero es que mi mujer es escritora ¿sabe? y ahora mismo está bloqueada. Esta llamada le servirá de inspiración. Aquí tiene lo convenido.
-¡Gracias a usted! -le dijo un tipo cualquiera al marido de Soraya-. Ha sido toda una experiencia. ¡Y con gratificación!
A la mañana siguiente, mientras un nuevo relato luchaba por cobrar vida en el ordenador de la autora, su teléfono móvil volvió a sonar:
-¿Soraya? ¿Tiene unos minutos? Soy quien la llamó ayer: su rendido admirador. He estado pensando y se me ha ocurrido que tal vez, si lo desea, podríamos quedar para tomar una copa. Creo -corríjame si me equivoco- que anda a la búsqueda de una buena historia…