Siempre tuve claro que quería vivir cerquita del mar, soy madrileña y allí no hay.
La cosa es que llegamos los cachorros y yo solos a Miami (el Currante tenía cosas que hacer por el mundo).
El primer recuerdo es una interminable cola en el aeropuerto. Interminable de verdad: 3 horas. 3 horas con niños os aseguro que no son lo mismo que 3 horas sin ellos. Currito, cantó a grito pelao, lloró, dio patadas, escupió, comió, hasta hizo una obra de teatro a los de detrás. Mientras, y gracias a Dior, la súper lista de su hermana dormía la siesta en su carrito. Y yo, que estaba mas quemada que el palo de un churrero, me desesperaba.
Subimos a un taxi conducido por un señor con rastas larguísimas, que escuchaba reagge demasiado alto.
- ¿Vacaciones?, preguntó.- No, venimos a vivir aquí unos años. Esta última frase, la repetía para mi, una y otra vez. Como un mantra. Venimos a vivir aquí unos años, venimos a vivir aquí unos años… ¿Si? Si.
Por fin llegamos a “la casa en la playa”. Habíamos decidido pasar allí el tiempo necesario mientras buscábamos colegio, casa, coche, seguro médico, amigos… vamos, de todo. Con esto, ya os estoy contando que llegamos con una mano delante y otra detrás. No traíamos nada. Bueno si, dos maletas enormes y monísimas que compré para la ocasión, y un acojone en el cuerpo de agárrate y no te menees. ¿Dónde me agarro?
La casa no me gustó nada. Me pareció fea de pelotas, con ese puntito cubano del siglo pasado que se ve mucho por aquí. Pero era cómoda en cuanto a distribución, bien equipada y súper limpita. Total, era sólo para unas semanas. Y lo mejor es que tenía playa. Desde la terraza y de perfil podías verla, de perfil, si.Me moría por bajar, y aunque por el cambio de horario para nosotros eran las tres de la mañana, bajamos al mar. Por fin una alegría: palmeras y mas palmeras, agua turquesa, arena blanca, parecía el Caribe.
¡Era el Caribe!