Revista Diario

* una casa sin luz

Publicado el 20 septiembre 2011 por Chinopaper

Décima (sí, décima!) entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

***

Con ojos de basilisco se encendió el estupor en las caras del Zurdo y Pichón cuando escucharon al Gringo anunciar al micrófono: “Acá los dejo con el Negro Funes, que se va a tocar unas zambitas mientras yo descanso un rato. ¡Aplausos, por favor!”. El Negro subió a la tarima con su guitarra en la diestra y los nervios en flor. Los músicos intercambiaron dos o tres palabras, y mientras la Lucecita, pícara, alentaba a las parejas a no abandonar la pista, un “adentro” optimista dio pie a una nueva tanda musical. Ningún borracho notó la diferencia de intérpretes. Aunque a Don Miguel al principio le llamó la atención el cambiazo, el Negro tocaba bastante bien y cantaba mejor que el Gringo, por lo cual todo el mundo quedó satisfecho. Mientras tanto, arropado por las vicisitudes del jolgorio, el Gringo se adentró con paso firme en las fauces oscuras de la estancia.

Lejos de allí, pero no tanto, Carlini y Becerra continuaban con su investigación gracias a las ausencias que obsequiaba la fiesta. Un edredón negro noche se extendía por las calles del pueblo cubriendo de sombras las acciones y pensamientos de los hombres de la ley, que ingresaron a lo de la Lucecita por la puerta del fondo.

-   Lo quiero bien despierto, Topito. Revisemos milímetro a milímetro este rancho. Necesitamos algo que nos alumbre, cualquier cosa que relacione a esta mocosa con el Gringo, con las muertes o con lo que carajo sea, nos va a venir bien. Abra bien los ojos. Falta poco para que en la fiesta se calmen las tabas. ¡Apúrese, vamos! -

La Lucecita demostró ser una mujer simple y austera. En la casa reinaba el orden y la practicidad. Por todo lujo ostentaba una moderna radio Philips. Eso facilitó la tarea de los oficiales, quienes como dos sabuesos buscaron posibles pistas por todas las cajoneras, repisas, mesas y mesitas. Husmearon bajo la cama y en el baño, en los frascos de la cocina y entre las hojas de los pocos libros de la biblioteca.

Como resultado de la intensa actividad, de a ratos y por lo bajo Becerra echaba maldiciones a su viejo esqueleto dolorido; viendo escasear sus fuerzas, apagaba la linterna y exhalaba sólidas vaharadas de frustración. Se sentó en el piso de la habitación, apoyó la espalda contra la cama y se sostuvo la cara con la mano. ¿Dónde se estaba equivocando? ¿Cuál era el detalle que se escapaba? Lo atormentaba el no poder hallar la clave para interpretar todo el asunto. No deseaba más cadáveres en su pueblo, pero sus deseos habían comenzado a hundirse en las aguas del fracaso. El comisario era un hombre íntegro y de pujante voluntad, aunque por momentos se le entristecía el espíritu y pensaba que en infiernos tan pequeños la búsqueda de la verdad era simplemente una quimera. Pero nadie se muere en la víspera, y no hay muerto sin velorio. El llamado de la esperanza atravesó la oscura quietud de la casa como el chispazo de un arco voltaico. Becerra levantó en un santiamén su alma del piso y el semblante se le llenó de ilusión. Era la voz de Carlini, que desde la sala le contagiaba al comisario el entusiasmo por haber descubierto una nota sobre la mesa de la cocina. No obstante, antes de ponerse en marcha, Becerra fue atropellado brutamente por su ayudante, quien a toda velocidad lo empujó adentro de un pequeño lavadero.

-   ¿¡Pero qué hace, Carlini!?-

-   ¡Shhh, entró alguien!-

Al cerrar la puerta tras de sí, ambos oficiales quedaron amontonados en el pequeño cuarto de lavar. Forzadamente quieto y en silencio, contorsionado entre mangos de escobas, palas y cajones con ropa sucia, Becerra sufrió dos calambres que le aniquilaron las piernas. Por fortuna, Carlini manoteó la boca del comisario para ahogarle el grito, mientras acomodaba el ojo contra el bocallave de la puerta. La casa estaba iluminada. En el centro de la cocina, de pie ─aunque tambaleante por el alcohol y sosteniendo entre sus manos la nota que hallara Carlini─ Agustín Barzola resollaba como un toro bravío. Abolló el papel, lo arrojó al piso y abandonó la casa con paso decidido y amenazante. El quejido metálico del Rastrojero alejándose se apagó poco tiempo después. Becerra salió del lavadero con el apuro y el entumecimiento propios de un detective a punto de resolver el último caso. Por su parte, Carlini se apuró hacia el bollito de papel y comenzó a leerlo torpemente.

-   Parece estar escrita por una mujer, comisario, es letra prolija y redonda. Está dirigida al Gervasio, el de la panadería. Yo creo que la Lucecita está tirando de los hilos peligrosamente, comisario. – Becerra escuchó con atención las palabras de Carlini: amor, pasajes, martes, tren y Buenos Aires.

-   Vamos a la panadería ya mismo.-

-   Está cerrada ahora…-

-   Cállese y sígame, Carlini. Tiene mucho que aprender aún. –

***

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