Se miraron pero no llegaron a reír. Puede que alguno se sintiera mal por el comentario.
- Claro. O igual es que ha dejado de jugar, viendo que lo perdía todo. Podrías plantearte esa opción, también.- No. Ponía esa cara de no poder dejar de jugar jamás. Esa mirada que se concentra cada vez con más desespero. La conozco de cuando mi padre me llevaba a los bares y se ponía a jugar a las tragaperras. Cara de esta es la mía que después era cara de me jodieron otra vez.
Lo cierto es que cambiamos algo las reglas del juego a raíz de sus quejas. Con una sola baraja no nos era difícil, a los que teníamos buena retentiva, ir contando las cartas rojas y negras que quedaban por salir. Así que aceptamos, lo cual encima prolongaba las partidas, usar más de una baraja, dos o tres, y volver a mezclar las cartas cuando la pila estaba como a un tercio de acabarse. No había dios que calculase las opciones entonces, y todo quedaba del azar, que era de lo que se trataba. El azar, dijo uno un día, todo lo equilibra. No recuerdo si paramos de jugar para pensar en esa frase. Os lo juro.