Entran en tropel cerca de quince niñas en la parada de Bilbao en un vagón de metro bastante concurrido. La mayoría tienen unos diez años, llevan pantalón corto de chándal con el escudo de un colegio, camiseta y el pelo en una coleta tirante. Una profesora da órdenes a un par de niñas mayores, con uniforme, para que vigilen al resto. Tarea imposible porque, en cuanto el metro comienza a arrancar, cada niña ocupa un puesto en el vagón y se dedica a hacer lo que le viene en gana. Dos se deshacen la coleta y empiezan a mirarse en el reflejo de los cristales, poniéndose el pelo de una forma u otra para ver cómo están más guapas. Una de las que lleva uniforme, que tiene gafas, un diente torcido y voz de marimandona, cuida a dos de las más pequeñas, que se han hecho fuertes en dos asientos libres. Otra de las uniformadas intenta controlar a la más rebelde, que, cual monito, está trepando entre los asientos y por las barras que sirven de asidero convencida de que, si toca con su mano la pantalla informativa que está en la parte de arriba, se encenderá; otra consecuencia de la maldita era digital.Hay una niña que no está sentada. No recibe órdenes de la marimandona, no trepa, ni se mira al espejo. Está colocada al lado de una de las puertas, algo apartada, no habla con nadie pero observa a todo el mundo. Pese al calor que hace lleva el Barbour abrochado hasta arriba, su pantalón de chándal es largo, y las zapatillas, con tiras de velcro, están impolutas. Tiene el pelo rubio claro, liso, a la altura de la barbilla, los ojos los tiene grandes, escrutadores, tirando a grises y es pálida, muy muy pálida, tan pálida, tan rubia y tan seria que parece sacada de la película El pueblo de los malditos. Ninguna de sus amigas le hace mucho caso, pero a ella parece no importarle. De pronto todas las niñas se ponen a gritar y a aporrear el cristal del vagón. Un hombre, en el andén, le ha robado la cartera a una señora y se ha largado por patas. El andén se revuelve y casi todo el vagón del metro se levanta, alarga el cuello para cotillear o cuchichea con el vecino. "¿Queréis parar de gritar?", dice la niña rubia, sin levantar la voz. "Es que a esa señora le han robado", suelta la marimandona, con un tonillo irónico, como si la otra no se hubiera dado cuenta. "Y qué", le contesta la rubia, sin inmutarse. "Estás dentro del vagón, tus gritos no sirven para nada". Todas las demás se giran a una, la miran de arriba a abajo, le dan la espalda, y vuelven a sus asientos, a trepar por el asidero, a mirarse en el espejo y a torear a la marimandona. La rubia vuelve a apoyarse en la puerta, con la cremallera del abrigo hasta arriba a pesar del calor y sigue observando el movimiento del vagón. Una rarita, pensarían las del colegio. Una chica lista, pensé yo. De las que ya no quedan.