Llevaba meses sin acercarse por la caja de ahorros, años en los que operaba con la libreta en los cajeros, pero hoy se había levantado dispuesto a hacer trabajar a los que se ganaban el sueldo manejando su dinero. No es que fuese mucho lo ahorrado, lo poco que traspasó de la libreta que compartía con su madre cuando ésta falleció y un depósito que una vez cancelado dejó allí, hará de eso como tres años, ni que esa cuenta sirviese para más que pagar un par de recibos al año: el seguro de la vivienda y el impuesto de circulación, aunque no estaba muy seguro de que este último no lo pagase a través de la cuenta de su nuevo banco después de que, en su nuevo trabajo, le indicasen que sí quería cobrar antes del 7 de cada mes lo mejor era hacerlo a través de esa nueva entidad que tanto apoyo mostraba desde el primer día a las nuevas empresas, a los empresarios llenos de nuevas, novísimas, ideas. Un nuevo trabajo que hoy se conjugaba en pretérito complejo.
Después de arreglarse, y como el buen tiempo acompañaba, se acercó andando hasta la vieja sucursal. Aquel había sido su barrio y poco había cambiado: las gentes eran las mismas pero más viejas, y aunque algunas le reconocían, ¡tantos años después!, le saludaban con su silencio, a lo que él respondía con su timidez; en cambio los bloques de viviendas se alzaban orgullosos y llenos de colores vivos y resplandecientes, tan reformados que costaba imaginarlos como eran antes de las restauraciones, del gris que recubrían los ascensores de las fachadas. Recordó que en Hijos de nuestro barrio, de Nagīb Maḥfūẓ, a pesar de que los nombres de los protagonistas cambiaban con frecuencia, los deseos y los latidos atravesaban el tiempo y se quedaban grabados en cada piedra del mismo entorno, pero como él no tenía intención en reencontrarse con su fantasma, aceleró el paso. Cuando tiró de la pesada puerta, y descubrió que no se abriría hasta que así lo decidiera un índice todopoderoso, se sintió alegre por haberse despertado con la idea de decirles adiós a aquellos gestores del sudor ajeno. Tanto tiempo libre y tan poco dinero para viajar es lo que tiene: hasta el más estúpido de los pobres se pone a pensar y le da por ir de aquí para allá tocando las narices a los bien pagados. Serio, avanzó hacia el cristal. Sólo estaban un par de empleados encerrados en el despacho acristalado de la entrada, un cajero con cara de rana al que recordaba habe tratado, pero no sabía de qué o cuándo ni dónde, y que hablaba con su compañera, una chica demasiado joven y guapa como para estar ahí por sus estudios, y el guardia de seguridad, revólver al cinto y barba desaliñada. Como sabía que todos los clientes irían siempre directos al puesto de la agraciada, él se plantó frente al hombre triste. Cararrana. Dio los buenos días nada más que por forzarle a corresponder y ver si croaba o hablaba algún idioma inteligible. Se rió por dentro; tampoco se retractó de pensar lo que pensó de ella.
Tenía que esperar diez minutos. Con la cartilla inutilizada gracias a ese invento llamado tijera, o tijeras, que era hombre de letras, pero no por ello no de números, y después de haber firmado en una pantalla tan gris como presuponía la vida del cajero, con un cilindro de plástico al que llamaban bolígrafo, y que no entendía por qué se empeñaban en mantenerlos unidos mediante una espiral, como si alguien pudiera pretender robar uno o ambos, esperaba sentado a que la máquina le escupiera los billetes. Se imaginó que debería luchar, lingüísticamente, se entiende, con los custodios de su pequeño tesoro, pero no fue así, lo que suponía una falta de respeto hacia él, una prepotencia la de ellos, de Cararrana, que lo reafirmaban en su postura: su adiós estaba justificado y sería definitivo. Claro que siempre podía pasar que le pusiesen peros a la firma, que entrase un cliente que resultase ser un ladrón experimentado y le dejase la cuenta a cero y al gabinete de abogados de la caja de ahorros con la sencilla tarea de demostrar que ellos habían cumplido su parte de la cancelación. O que a la salida de la sucursal tuviese que lamentar no haber pagado por un trozo de papel impregnado con el rastro de los polvos mágicos de la trasferencia. Quedaban tres minutos, según indicaba el reloj de pared, otro invento que nadie había sabido como sustituir. La silla resultaba incómoda y baja y la decoración tan funcional como idéntica a la de otras mil pesadillas.
Cararrana le entregó el importe exacto, completado con monedas de cobre, que todavía quedan colectivos profesionales así de justos y honrados. Él, que no tenía nada que hacer, bendición de los tiempos modernos, ni le esperaba nadie, lo ordenó en paquetes, por importe, diseño y de cinco en cinco, y repasó la cuenta dos veces antes de hacer mención de abandonar el mostrador. Sabía que el agente observaba con atención sus gestos, lo que siempre es de agradecer, pues peinar canas y tener un pie más allá que acá y que te traten con precaución rejuvenece más que cualquier desbarajuste etílico, y que si fingía un estornudo le provocaría un infarto, pero que quizá el sobresalto vendría seguido de una descarga del diablo, lo cual no le hacía ninguna gracia. Metió el dinero en el sobre y lo guardó en el bolsillo de la camisa. Lo abotonó. Le traía sin cuidado haber olvidado en que momento su vida se cruzó con la del intrigado señor batracio. Cuando se ajustó el cuello del chaquetón de cuero vio de reojo que la chica también le observaba con atención. Pronto dejaría el trabajo: el mundo está lleno de tipos dispuestos a pagar el precio del matrimonio por discutir a diario con alguien con unos labios como los de ella. Caminó hacia la puerta. Cuando el cobarde la abrió, se paró y sacó el tabaco y el papel de liar. Sabía que no podía fumar adentro; esperaban a que saliera para volver a su rutina de mentiras y risas: que esperasen. Al fin y al cabo él estaba en su barrio y ellos eran unos intrusos que durante demasiado tiempo habían tenido un dinero que no sabían a quién pertenecía. Miró hacia la calle. Hacía un día espléndido.
Nagīb Maḥfūẓ