El invierno hacía muchos años que había irrumpido en su vida. La blanca nieve teñía su cabello. Lo peinaba cuidadosamente cada mañana, como si fuese un rito agrupándolo en un moño a la altura de la nuca. Su piel había sido surcada por los recuerdos que proporcionan los años. El viento sin avisar se había llevado la agilidad de su cuerpo, haciéndola lenta por no ser torpe. Se negaba a usar lentes, aunque apenas veía y su ropero estaba lleno de ropa negra en memoria de los que se fueron.
En la noche de pascua sus ojos brillaban con tal fulgor que iluminaban la habitación haciendo innecesario cualquier adorno extra. Sentada en su sillón donde acariciaba a su gata, se amenizaba la noche con los especiales que daban en la tele. Fuera llovía lo que le permitía poner la tele un poco más alta de lo común por la noche, además el día era propicio para poder permitírselo. Su cuerpo ya cansado no le admitía ningún festín. El menú consistía en unos filetes de pollo con patatas, asado en el horno y de postre un yogur. Realmente se sentía feliz, en su alma no cabía dicha mayor que tener el privilegio de festejar un año más una feliz Navidad.
Por su mente se cruzaban como la estrella de Oriente los recuerdos de toda su infancia. De pequeña pasaba esos días en la casa de sus abuelos. Ella era desde corta edad, la que daba la tabarra para que todo se impregnase del espíritu de aquellas fechas. Comenzaba yendo a las afueras del pueblo de la mano de su abuelo. Este le hacía elegir una rama de un pino para cortarla. De vuelta a casa todos le preguntaban: - Angelitas ¿Qué llevas ahí? -. A lo que ella en su inocencia respondía sonriente: - ¿Pues qué va ser? ¡El árbol de navidad! -. A lo lejos oía como cuchicheaban llamándola picoreta, pero pensaba que era bueno porque lo decían entre risas. Al regresar su abuela ya le tenía listo el macetero preparado para colocarlo. Ya sólo faltaba ir a la tienda del barrio para comprar los adornos: Guirnaldas doradas, bolas rojas, campanitas plateadas… También tenían que comprar: Un portal con su virgen, San José, el niño y los reyes magos con sus pajes. A lo largo del año no dejaba de sacarlo de su caja para entretener a sus primos más pequeños, cuando se encontraban allí. Así que cada año se veía en la obligación de hacer un inventario para poder tenerlo todo.
¡Qué ilusión colocar todo tan bonito, tan brillante! Cenando con sus abuelos, sus padres y sus dos hermanos menores. Como no era comilona, no sabían que inventar para ganársela. Llegaron al punto de darle el capricho de comprar champagne, con la idea de que se animará a hincar el diente. No podía parar de reírse al recordarlo. Los hizo poner a todos de pie y brindar como en las películas. Para su sorpresa su sabor fue tan desagradable que después de darle el primer sorbo puso cara de asco y se sentó desilusionada. Ahora pensaba en lo mucho que la querían para consentirle todo aquello. Una lágrima rodó para fundirse con su sonrisa. Saco un pañuelo del bolsillo de su pichi para limpiarse la cara. Era de lienzo blanco, que ella misma había cosido cuando su vista era mejor.
Llorera la que se dio cuando descubrió en el hueco de la escalera los regalos de los Reyes Magos. Era difícil esconder tres bicicletas en una casa pequeña. Los cimientos de su mundo se derrumbaron. La habían mentido. De pronto todas sus preguntas tuvieron respuesta. Si es que no tenía sentido que le trajesen los regalos de tan lejos, cuando los podían conseguir tan fácilmente en la tienda al lado. Lo de que eran una muestra no colaba porque la dependienta no los apuntaba, los apartaba. Esos detalles la hacieron sospechar. Sollozaba amargamente sin dejar de hipar. Siempre le decían lo lista que era y a todos presumían de ello, haciéndola sentir hasta incómoda y ¡la engañaban! ¿En cuántas cosas más lo harían? Ese día decidió que nunca más creería en lo que no podía ver. Con la dignidad que podía tener una criatura de 4 años se limpió la cara con la manga del jersey. Se dirigió al salón sin decir una palabra por miedo a que en castigo se los quitasen.
Pero nada nublaba la ilusión de estrenar cada año una muñeca nueva. No dejaba de repetirles las frases que su madre usaba con ella, bañarlas, incluso cortarles el pelo. Esa mañana se juntaban todos los niños del barrio para enseñarse sus juguetes. Eran sus trofeos por haber sido buenos ese año. Y esos pensamientos la envolvían en una felicidad tan inmensa, que no entendía como había personas que no les gustase la Navidad.