Si el caudillo construyera un 'marchódromo', sería el primero en aplaudir.
Jueves, 10 de septiembre, ocho de la mañana. El sol empieza a calentar los tejados de las casas vecinas. Me asomo a la ventana-balcón de mi sala por los ruidos y bocinazos, impropios de esta calle tranquila. Una considerable hilera de micros, coches tipo taxi y minibuses se disputa la estrecha esquina de mi casa con otra fila perpendicular de vehículos. Tal cantidad de motorizados me recuerda que es la hora pico y que han bloqueado la vital avenida Víctor Ustáriz que está a una cuadra de distancia, el motivo del desvío es lo de menos en esta ciudad desgobernada.
Desde mi atalaya del tercer piso escucho los acordes de banda pasando por esa avenida, con esa característica que tienen las bandas escolares: tambores a granel y tintineos de (se me fue el nombre) esos fierritos planos con forma de lira. Deducción lógica y automática, otro cochambroso desfile patriótico en vez de estar pasando clases, ¡a media semana!, lejos todavía de la efemérides departamental que se conmemora el próximo lunes 14. El distrito escolar de la zona decidió campeonar en civismo madrugando a los demás distritos, supongo; con la correspondiente complicidad de la subalcaldía Molle que, un día antes por la tarde, ya estaba atendiendo a medias, estorbando la acera incluso con la instalación de una gran tarima en sus puertas.Desayuné entre marchas militares, café y huevos revueltos, acordándome de Dios por tan maravillosa cacofonía. Dos horas después de aporrear el teclado de mi laptop alisté mis bártulos para trasladarme al centro. Me paré en una esquina a observar forzosamente el desfile mientras aguardaba la llegada de algún micro. Escuelas y colegios del barrio habían sacado a todo su alumnado para hacer bulto, no se salvaban ni los pequeñitos de cursos iniciales que eran guiados como corderitos por sus maestras. Lejos de enternecerme con tales criaturas portando banderitas, a mí me daban pena las decenas de camiones varados, hormigoneras, grúas y otros vehículos pesados que no están para imprevistos desvíos entre callejones y retorcidas calles que abundan en la zona. Los escasos uniformados de tránsito lejos de facilitar la circulación por una vía al menos, permitían que la gente se arremolinara en franca chacota, donde no faltaban los vendedores de anticuchos y salchipapas que se instalaron en los cruces del recorrido. Los transportistas tenían que abrirse paso a bocinazos entre los grupos de colegiales que se movilizaban a la santa gana mientras atravesaban la vía contraria, que se suponía estaba reservada para los vehículos. Con minutos de retraso pude abordar el micro y cuadras más adelante vi a la pasada al grupúsculo de autoridades, me imagino que encabezado por el subalcalde, bien sentadas en la tarima, saludando como altas dignidades a las delegaciones estudiantiles que dirigían sus narices hacia ellas. Sumamente eficientes los funcionarios para preparar con todo detalle –un día antes regaron con aguas servidas las jardineras centrales de la vía con el sol a pleno, pues tuve la desgracia de sentir el olor inconfundible- los fastos de toda laya pero especialmente lerdos para atender cualquier trámite administrativo. Sirva de ejemplo que hace un par de semanas, vecinos del distrito bloquearon el mismo sitio exigiendo la atención a sus demandas. Llegué al centro sin novedad, bastante aliviado de que allí no había desfile correspondiente, como me temía. Por primera vez me intriga no saber qué día paralizarán el casco viejo de la ciudad para efectuar el jolgorio, celebrando los doscientos y pico años de la lucha marcial, como reza el himno local. Viernes, sábado, domingo o el lunes (feriado), el cochabambinismo más amante de su tierra marchará hasta la emoción, a ver si se termina de aplanar los morros de asfalto que brotan en la avenida Heroínas y aledaños. Pasado el mediodía, atravesé la plaza Colón de retorno a casa. En el pasillo norte había una caseta solitaria que a primera vista creía que se trataba de una campaña de donación de sangre. Una pequeña amplificación de sonido y una muchacha sentada ante una mesa completaban el mobiliario. Justo enfrente, entre dos mástiles, habían instalado un cartel que convocaba a toda la juventud a la “Carrera Pedestre 10K” y que, inevitablemente, llevaba el nombre del amado líder. Quise tomarle una foto al letrero para mis archivos pero me salió el mensaje “batería baja” y no tenía las pilas de recambio. Iba a acercarme a la caseta, un tanto curioso por averiguar las condiciones de tal carrerilla y otro tanto compadecido de la joven que evidentemente se aburría, pero mi sentido común me apartó de tan pedestre idea.Tomé el minibús en la vereda del hotel Diplomat, al amparo de su sombra. Mi estómago ya pedía recarga después de haber gastado energías dándole a los fierros en un gimnasio cercano. El vehículo se vació en unas cuantas cuadras, cuando se bajaron escolares del turno tarde. Finalmente quedamos el conductor, yo y mis auriculares de música, santo remedio contra el azote de los gustos transportiles. A medio camino, el hombre se detiene ante un semáforo al llegar a la intersección de la Ustáriz y me dice tranquilamente hasta aquí no más te llevo porque tengo que ir a cambiar el aceite. Yo, todo calmado le reclamo por dejarme tirado. Puedes tomar el 107, me replica sin alzar la voz, contra lo acostumbrado del gremio. Pero a esta hora pasan llenos, le respondo, pensando en las sardineras que son los coches de esa línea. No sé, amigo, más bien no te he cobrado nada, soltó tan panchamente que me quedé en chanfle. ¡Faltaría más!, atiné a decir mientras bajaba del vehículo, desarmadas mis ganas de estrenar –si el caso lo requería- los bíceps todavía hinchados.
Como autoprofecía cumplida tuve que hacer movimientos de contorsionista para ingresar al asiento trasero de un taxi-trufi, un Toyota de esos que se nota que fue fabricado para japoneses pero con asientos instalados en Bolivia para llevar más pasajeros. Menos mal que ya no era largo el recorrido y aliviado también de no toparme con el susodicho desfile. El reguero de papeles y plásticos y la tarima con las sillas vacías era todo lo que quedaba de él. Las autoridades se habían esmerado para rajar de allí y llegar al almuerzo antes que yo.