El inicio del verano me acariciaba los brazos y la cara. Todavía no había llegado el calor más profundo de diciembre; el bochorno que a las ocho de la mañana ya nos moja la frente y arruina la elegancia de las camisas con aureolas de sudor. Todavía se podía disfrutar de un desayuno al sol sin pensar en el resto del día. Una señora gorda se sentó dos mesas más allá, dándome la espalda. Seguramente esa mañana le habría dedicado mucho tiempo y trabajo al ritual de los ruleros para lucir con tanto orgullo ese casco de infantería, curioso peinado que contraía el pelo en bolitas bien apretadas, de color violáceo ceniciento. En la nuca, el excedente de grasa y piel se le apelmazaba formando pliegues parecidos a las deformidades que sufren las almohadas viejas después de una noche de sueño pesado. Me entretuve un rato observando las líneas dibujadas por la gordura, buscando formas familiares, como se buscan caras en las fotos de las arenas del Sahara. Descubrí un pato y un tobogán, después me aburrí y pedí más medialunas.
Era un buen día. Había pasado una buena noche. Amanecí temprano y de buen ánimo, hice un poco de ejercicio escuchando las noticias. Las cosas de siempre, contadas como siempre. Me duché, me afeité, me vestí y salí a la calle. Antes de llegar al bar pasé por el correo, me acerqué a la ventanilla de informes y le pregunté a la chica si la oficina tenía alguna estadística o relevamiento actualizado que revelara cuánta gente seguía utilizando el servicio postal para enviar cartas de puño y letra, además de los telegramas de renuncia, las encomiendas y los giros postales. Estaba seguro de que la gente seguía escribiendo cartas todo el tiempo, no era posible que hubieran desaparecido; mi inquietud era saber si esas cartas eran enviadas o si una vez firmadas, morían bajo llave, amarillentas y ajadas, en cajones polvorientos. La chica me miró fijo y no me contestó.
Mientras mojaba la tercera medialuna en el café con leche levanté la vista hacia tu ventana para saber si la cortina me daba la señal de que ya te habías despertado. Pero no. En la vereda de enfrente el agua corría tibia, impulsada por el chorro de la manguera, y se formaban pequeñas olas. Las baldosas humedecidas pasaban del té con leche al marrón oscuro, y los pies hinchados de Rosa agradecían el fresco que los recorría desde la punta de los dedos hasta los talones. Chaqueña talón rajado, le decían las otras. Como si fueran bailarinas y no domésticas como ella. Es fácil ser olvidadizo en la capital, es fácil ser malo. Pareciera que las primeras instrucciones para sobrevivir fueran adáptese, camúflese, aplaste, siga, siga; si siente que se le mete el diablo, no se resista. A Rosa todavía no le habían dado el manual, por eso seguía obediente y agradecida. La farmacia de la esquina todavía estaba cerrada. Pasaron dos chicos en bicicleta. Una nube retrasada oscureció las mesas, la señora gorda miró para arriba saboreando un pan con dulce. Tiré un billete de veinte sobre la mesa y me fui caminando lento, tranquilo y satisfecho, confiando en que Rosa todavía seguía escribiendo cartas al Chaco.