Bajo el imperio digital, son cada vez más los que optan por sustituir la experiencia uterina de refugiarse en la oscuridad de una sala por la comodidad de atrincherarse en su casa, sobre el mullido sillón, frente a su led achedé con sonido envolvente multicanal cinco-punto-uno. Y la verdad es que les entiendo. En tu hogar puedes conseguir un efecto similar al que encontrarás en la sala de cine y encima sin sufrir las molestas contingencias de la convivencia. No hace poco pude corroborar en propias carnes esta tesis.
Casi siempre opto por ir al cine los viernes a las cuatro, cuatro y media de la tarde; una hora intempestiva, lo sé, pero adecuada a mi agenda familiar y muy aconsejable para todo aquel que desea compartir su cinefilia con un puñado no excesivo de correligionarios, sin ser arrollado por los múltiples accidentes sonoros que provoca el aforo durante la proyección. Pero ese viernes no pudo ser y tuve que acoplarme, contra mi voluntad, a la sesión de las seis. Llegué a la sala con tiempo, como a mí me gusta. Detesto subir las escaleras del pasillo cuando comienzan los títulos de crédito. Me encanta sentarme, silenciar mi móvil, acomodar mi cuerpo a la butaca y dejar caer mi cabeza sobre el respaldo sin pensar en otra cosa que no sea la pantalla en blanco. Este sencillo ritual me predispone a disfrutar de la película. Cuando llegué ya estaban acomodados en sus butacas un grupo de adolescentes, riendo acerca de vete tú a saber, y una pareja de mediana edad. Por cierto, no lo he dicho aún: la película era "127 horas", de Danny Boyle, una elección que tras salir de la proyección estimé muy a tono con el cariz que tomaron los acontecimientos.
Comienzan los títulos de crédito: miles de personas hacen su vida, como hormiguitas felices, todas iguales, entregadas al afán de su aburrida existencia. Suben las escaleras de la sala cuatro personas, una de ellas una mujer corpulenta con dos enormes raciones de palomitas que engullirá sin disimulo con su partenaire durante la proyección. Comienza la película. Aron Ralston, interpretado por un entregado James Franco, sale de casa sin decirle a su madre hacia dónde se dirige. Conduce fuera de la ciudad. Los adolescentes sentados dos filas más arriba no dejan de hablar en alto, haciendo comentarios jocosos acerca de cualquier detalle estúpido de la película. Les llamo la atención. Se callan. Estupendo. Aron abandona su coche y coge una bici hasta las inmediaciones de un cañón de Utah; desde allí caminará hasta encontrarse con dos jóvenes excursionistas a las que enseñará un rincón alternativo en donde se lo pasarán de en grande. Hasta aquí la película tiene pinta de convertirse en un documental de ficción financiado por una agencia de viajes o el ministerio de turismo estadounidense. Un hombre que se sienta cerca de mí contesta una llamada y habla sin coscarse durante un par de minutos con quien intuyo (sin necesidad de mucha deducción) que es su hija. Mientras Aron se zambulle una y otra vez con sus nuevas amigas en una paradisiaca poza natural, a mí me entran ganas de machacarle el móvil al insensible padre de familia.
Pero prosigamos, aún hay más. Aron se despide de sus amigas. Feliz en su soledad, decide deslizarse grieta abajo, con la mala fortuna que una enorme piedra desprendida le machaca la mano, impidiéndole deshacerse de ella. Aron está atrapado. Los adolescentes de dos filas más arriba se ríen y comentan: «Pues anda que no está tonto. Anda que yo me iba a meter ahí...» Aron se retuerce de dolor. La oronda mujer de las palomitas abre una bolsa de -por poner un ejemplo hipotético- patatas fritas; la bolsa cruje y cruje al ritmo de los gritos de James Franco. Yo, estoico, intento centrarme en los fotogramas y olvidar que una realidad alternativa fluye a su antojo más allá de la ficción. Aron decide organizar su cautiverio, convencido de que permanecerá allí más tiempo del deseado. Una cámara de vídeo, otra de fotos, una navaja suiza, una cuerda de alpinista, una cantimplora con escasa agua y algún que otro artilugio componen su arsenal de supervivencia. Los adolescentes se ríen, la pareja de jóvenes que hay detrás de mí les hacen el coro. No comprendo por qué se tronchan; la impotencia que produce observar la desgracia del protagonista, quiero pensar. La pareja del móvil vuelve a la carga; esta vez son ellos quienes llaman. Lo que en un principio era cabreo e indignación se convierte ahora en triste escepticismo; las circunstancias -es evidente- exceden mi entendimiento. Intento centrarme en la historia y simular una falsa imperturbabilidad. No lo consigo.
Parece que las estrategias que planea Aron para deshacerse del pedrusco e intentar sobrevivir silencian al respetable. Por un momento me olvido de ellos, esperanzado con poder visionar el resto de metraje sin mayores contingencias. Iluso de mí. No pasan más de veinte minutos y los moscardones humanos vuelven al ataque. Más crujir de bolsas, más risotadas, algún que otro comentario infantil... Aron, ya sin agua, se deja llevar por ensoñaciones sobre su pasado y un futuro imaginable: su primera visita al cañón con su padre ya fallecido, una historia de amor que pudo ser y no fue... Los adolescentes de la sala se empiezan a aburrir e ingenian frases absurdas para divertir a sus amigos. La mujer de las palomitas se une a ellos: «Yo ya me hubiese suicidado. Mira que meterse ahí». Ríe, come, come, ríe. Otro comentario.. Más risas. Por lo menos la pareja de móvil ya no siente más deseos de comunicarse con su progenie.
Aron se corta la mano y sale de la grieta en busca de ayuda. Curiosamente esta escena no produce entre los contertulios ninguna necesidad de fabricar más chascarrillos. Por fin, una escena que infunde respeto. Mi gozo en un pozo. La mujer de las palomitas se tira al ruedo: «Maaadre, menos mal. ¡Qué angustia! Anda que me iba yo a volver ahí». «Anda que yo voy a volver a la sesión de la seis», pienso para mis adentros.
Ramón Besonías Román