Revista Fotografía
En medio del ajetreo constante de la bulliciosa ciudad, en una soleada tarde de primavera, nos encontramos en esta pintoresca plaza. El sol ilumina cada rincón, haciendo que las fachadas de los edificios circundantes brillaran con un resplandor dorado. En el centro de la plaza, un banco ofrece refugio a los cansados transeúntes. Y en ese banco, en particular, descansan un hombre y una mujer semi oculta por este. El hombre, de cabello canoso y vestimenta sencilla, estaba sentado con la espalda recta y los ojos perdidos en la distancia. Su rostro, surcado por las líneas del tiempo, reflejaba una profunda serenidad. Parecía ajeno al bullicio de la ciudad que lo rodeaba, como si hubiera encontrado un rincón de paz en medio del caos urbano. Mientras el hombre se sumía en sus pensamientos, el resto de la plaza seguía con su vida cotidiana. Personas de todas las edades transitaban por allí todas inmersas en sus propias preocupaciones y tareas. La ciudad sigue su ritmo frenético, pero el hombre en el banco se mantiene imperturbable. La verdadera belleza de la escena reside en el cielo sobre la plaza. Una bandada de palomas revolotea sin cesar en el aire, subiendo y bajando en un ballet eterno. Sus alas baten en perfecta armonía, creando patrones caprichosos en el cielo azul. El hombre, sigue con la mirada el vuelo errático de las aves, como si encontrara en su danza un sentido oculto. En ese momento, la plaza se convirtió en un refugio de tranquilidad en medio del frenesí urbano. La actitud del hombre, pensativo y sereno, era un recordatorio de que, incluso en la agitación de la vida moderna, uno puede encontrar un momento de paz si se detiene a observar la belleza efímera que lo rodea. Mientras las palomas seguían su danza en el cielo y la ciudad seguía su rumbo, el hombre en el banco disfrutaba de ese oasis de calma en medio del ruido y el caos.