reconocerla entre tanto vampiro, fantasma, hombre lobo y descabezado como había. La puerta del cementerio bullía con los seres que se apiñaban, como cada año, inquietos y ávidos por salir de sus confines.Una mano palidísima los saludó entre la multitud. Los niños se acercaron apretando el paso, empujando a un par de zombies y a un gigante deforme que se interponían en su camino.—¡Lina! ¡Draculina! —gritó Adalberto— ¡Vamos, que se nos hace tarde! La niña llegó hasta ellos y se giró con un revoleo de capa, negra y carmesí. Al sonreír mostró su perfecta dentadura de vampiro.—¿Cómo estoy? Me gusta ponerme mi ropa, aunque sea una vez al año.—Estás muy guapa —afirmó Juan—, pero también lo estás vestida de “normal”. Un esqueleto pasó junto a ellos, con entrechocar de huesos; un zombie agitó con una mano el brazo que se le había desprendido, a guisa de bandera, y gritó:—¡Fiesta!Los monstruos se apiñaron detrás de él, atravesaron el arco que separaba el camposanto de la tierra de los vivos y lo siguieron, camino de la ciudad, entre risas y gruñidos.Adalberto, Juan y Draculina se alejaron en otra dirección, correteando por las calles oscuras. Aporrearon los timbres de cuantas casas encontraba, mostrando las bolsas al grito de “¿Truco o trato?”.Draculina reía y daba saltos y compartía sus regalos y abrazos con Juan y Adalberto. Ser una niña vampiro a veces es muy aburrido, teniendo que aparentar que eres una humana pálida y enfermiza que no puede salir a la calle. Menos mal que hasta los monstruos tienen la suerte de hacer amigos. Menos mal que una vez al año llega la noche de Halloween.
Texto: Ana JoyanesUn beso ensangrentado para Adalberto, Juan y Dácil.