El sida irrumpe en Africa y la lucha por la supervivencia impone una disciplina que no perdona.
Nairobi, Kenya
Una botella de gomina “Dark and Lovely” en la mano, Kamssim Issa empuja su cuerpo calle abajo de uno de los slums más grandes de Nairobi, sacándose unos céntimos en los salones como Mama Washington y otros.
Para Issa, Dark and Lovely es la vida. Su beneficio de 20 céntimos por botella le paga la inyección para calmar los dolores que le producen su enfermedad, el Sida. Dos botellas le pagan una visita al hospital. Y si vende 10 puede hacerse una radiografía del pecho.
“Lucho cada día por estar vivo, dice Issa, un día más que vivo, eso que gano”.
Ganar significa otro día de decisiones difíciles por hacer, una cena de verdura amarga o la medicación. Issa puede comprar o la una o la otra, pero no las dos. Sin la comida apropiada y las drogas es difícil encontrar un trabajo. Además de eso, las drogas que le hacen más fuerte también le dan más ganas de comer comida que no puede permitirse…
En el África sub-sahariana, en donde la mitad de la población sobrevive con menos de un dólar al día, la vida es una lucha por la comida, la ropa y la vivienda. Issa y 28 millones de africanos infectados por el virus del sida dan la cara a la lucha que significa encontrar y costearse el tratamiento.
Cerca del 7% de la población de Kenya de 32 millones de habitantes, vive con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, que causa el Sida. La epidemia reclama las vidas de 700 kenianos al día. En todo el continente, 3 millones de personas murieron el año pasado de enfermedades relacionadas con el sida
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Las Naciones Unidas informaron hace una semana que la esperanza de vida ha bajado a 33 años en algunos países africanos por causa de esta enfermedad.
La enfermedad ha diezmado al gremio de los profesores y cerrado muchas escuelas. Ha barrido un número sustancial de agricultores/granjeros, reduciendo las cosechas. Se ha llevado a madres y padres, dejando a millones de huérfanos.
Hace años, cuando Issa estaba sano, traía a casa 100$ al mes de sus ventas como vendedor ambulante de gominas, champús y geles para estirar el cabello de Dark and Lovely.
El vendedor también trajo a casa el sida. Tres generaciones sufrieron por causa de esto. Su mujer murió. Como él no puede cuidar de su hijo de 6 años y su hija de 4, están con la abuela en el pueblo.
Para Issa, la enfermedad le ha hecho crearse una lógica de la supervivencia muy peculiar.
Para poder acceder a la medicación gratuitamente, una medicina antiretroviral, que le proporciona Médicos sin Fronteras, Issa necesita que su sistema inmunológico caiga a niveles bajos, muy peligrosos. El reza para enfermarse. En unas semanas perdió 17 kilos para una altura de 1.80. Sus defensas bajaron. Sus oraciones fueron escuchadas. “Podré vivir un poco más”, dice.
De vez en cuando, Issa recibe una carta de su madre política, Adelaida Maraga quien cuida a sus hijos en Chavakali, un pueblito al oeste de Kenya, cerca del Lago Victoria. Maraga reclama a Issa porque nunca pagó la dote de su hija, Khadija. Y además le contagió la enfermedad.
Ahora le ha pasado a sus hijos. “No soy feliz por lo que ha pasado ni lo estoy contigo”, le escribió en una carta. “Me has dejado a los niños, ¿los he hecho contigo?. Ven y paga la dote y recoge a tus niños. No me digas que estás enfermo. Has matado a mi hija y me dejas a tus hijos. ¿Cómo puedes ser tan estúpido?.
El no puede discutir con ella. Sabe que trajo el desastre a la familia, aún sin quererlo. “A veces me siento responsable por lo que pasó pero entonces me digo a mí mismo que las cosas pasan, vienen y van” dice. “No lo hice intencionadamente. Pienso que fue el destino, que nos guía”.
El cree que se contagió la enfermedad de una mujer que frecuenta los bares en el slum de Kibera. “Salgo con algunas de ellas”, dice. El paga a una mujer 1.25$ a cambio de sexo. Cuando no tenía dinero, las mujeres se lo daban a cambio de cerveza, changaa, la cerveza casera de maíz fermentado.
Issa sospecha que una de las mujeres, Rose le pasó el virus. Todavía la ve de vez en cuando cerca del bar. Issa nota que está enferma. Tiene yagas como las de él en su cuerpo. Él nunca le ha pedido que se haga un test de sida “porque yo no querría que me lo pidiera a mí. Ella me podría decir que yo se lo pasé a ella. No quiero ser el cazador cazado”.
Issa vive en una habitación echa de barro y hojalata en una vecindad llamada Mashimoni que significa “en el agujero”. El refugio se asienta en la parte baja de un camino sucio que se convierte en laguna cuando llueve. Una pared cubierta de plástico verde recoge el barro que se desliza para que no caiga dentro del salón/habitación/cocina, todo en una. Paga 10$ al mes. No sale mucho afuera. Aunque el Sida está en todos lados, escucha a sus vecinos murmurar y señalarlo como a un perro tonto.
“Antes era peor” dice Issa, sus ojos rojos se abren. “Ellos querían pegarme. Pero ahora hay mucha gente con parientes enfermos de sida, se dan cuenta que la situación no es como para reírse de nadie”.
Compartía la casa con Khadija y los niños hasta que ella murió en el 2000. La enterraron en el pueblo, Issa no se atrevió a ir al funeral.
“Tengo amigos y otra gente que vuelve de los funerales sin una pierna o sin un ojo” dice. “Su familia política le dice: has matado a nuestra hija y ahora lloras por ella. Eres un asesino”.
La madre política de Issa lo persigue. “Tú estás en la ciudad y estás trabajando”, le dijo en una carta. “¿No puedes mandar 50 chelines para pagar la comida y el colegio de tus hijos?. Crees que soy tu madre que te he visto nacer? Eres un hombre perezoso. No quiero volver a ver tu cara”.
Las cartas le dan quebraderos de cabeza, pero no las tira. No entiende cómo puede creer que tiene dinero y no lo da. Incluso el que está sano, sufre en Kibera, para el que está enfermo, estar vivo es un trabajo sin descanso.
“Como vivo en la ciudad, piensa que soy un hombre rico”, dice Issa, enterrando la cabeza entre sus manos. “Ella no sabe que no tengo nada y que intento no caer como un perro”
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Las pastillas antiretrovirales de Issa están encima de una novela de Bárbara Taylor “Las mujeres de su vida”. Issa se olvida de sus problemas leyendo sobre la vida del millonario Bradford que seduce a mujeres y disfruta de la buena comida de gourmet y la ropa cara y los muebles opulentos mientras participa de la vida de la Jet set en Londres, Paris o Venecia.
Cada día, Issa toma de 8 a 11 píldoras en dos tomas. Una de ellas es tan grande que la llama la píldora caballo. La medicación lo convierte en afortunado, es de los pocos pacientes en África que pueden acceder a ella. En todo el continente, una fracción mínima de gente que necesita el tratamiento lo obtiene. Estos tratamientos cuestan 2$ diarios pero son muy caros para los pacientes. Los gobiernos y las agencias de ayuda están desbordados por el número de afectados. Mucha gente busca la ayuda de la medicina tradicional. Miles mueren de muerte lenta, sin darse cuenta que tienen sida.
La mayoría de los días, Issa desayuna un mandazi, o pan dulce frito y chai, té keniano que compra por 8 céntimos a una vecina. Hace unos meses se dio el lujo de comer ternera con los beneficios de la venta de dos botellas de Dark and Lovely. Fue la mejor comida que tuvo en meses. La estrategia de Issa para saltarse las comidas es la siguiente. A veces no toma desayuno, almuerza y se salta la cena y entonces desayuna al día siguiente. Pero la medicina le da hambre. “El único problema del sida es que da hambre” dice. “Me puedo terminar dos platos de comida si los tengo delante”.
Una vez por semana, camina 5 km hasta el hospital Mbagathi para recoger la medicación gratuita. La clave de la medicación es no pasarse ninguna toma de las pastillas, Issa dice que el miedo a la muerte le ha impuesto la disciplina de no olvidarse las pastillas. “Me he convertido en una persona más controlada y responsable de mi propia vida” dice. “Si no me tomo las pastillas, me muero”. A Issa le han garantizado las medicación gratuita durante 5 años pero también necesita cremas para sus yagas y pastillas para los dolores así como chequeos continuos. En el Hospital de Mbagathi el 80% de los enfermos que ocupan 200 camas son de sida, y hay que pagar por esto.
Por 1.25$, Issa obtiene la tarjeta de paciente externo que debe mostrar a un trabajador social antes de que pueda obtener los servicios. La consulta del médico cuesta 7.5$ pero si se siente muy mal, le ruega al trabajador social que le deje pasar sin pagar. Si el trabajador social no está o lo han movido a otro departamento entonces Issa ruega a su reemplazo por el favor.
Pero no puede hacer nada por sus hijos. Su hijo de 6 años, Isa Gazemba, está bien. Issa dice que su hija, Mwanaidi, dió negativo en el test de sida pero tiene los mismos síntomas que él heridas en la piel y tos antes de que lo diagnosticaran. No ha visto a los niños desde hace dos años y no los irá a visitar porque no hay clínicas en el camino ni en el pueblo y no puede interrumpir el tratamiento. “La ayuda médica es lo que me está manteniendo vivo” dice. Issa teme por Mwanaidi, pero dice que no tiene nada que ofrecerles.
“Lo siento mucho por mi hija porque le espera un futuro oscuro, con nada a lo que aferrarse, dice Issa.”
“Te he enviado dos cartas pero no has contestado… ¿por qué?” pregunta su madre política en una tercera carta. “Tu hija está enferma siempre y a tí no te importa. No me gusta tu actitud para nada. Ni siquiera les mandas ropa. ¿Qué te piensas que visten?
Él está tratando de ganar más dinero. Si lo consigue podrá pagar la dote de su mujer – una vaca que le costará 125$, más 2.000 chelines, o 25$. Después de eso podrá apoyar a sus hijos. “Quiero estar por mis hijo, dice. No quiero vivir una vida sin sentido” A veces cuando se siente bien, Issa camina 5 kilómetros hasta la zona industrial de Nairobi para buscar trabajo. Los guardas de la puerta le miran las yagas que asoman y los labios cuarteados y le dicen que se vaya.
“Ellos saben que es sida cuando lo ven”, dice. “Todo el mundo lo sabe”.
Si tuviera trabajo, tendría 6$ para pagar la crema que puede curarle los labios o el dinero para las gafas de leer para compensar la vista que va perdiendo. Pero no puede, sólo las ventas de Dark and lovely, céntimo a céntimo le dan su medio de vida.
La madre política de Issa no tiene tiempo para excusas. “Te avisamos joven. Ven y finaliza tu cuenta, ven a buscar a tus hijos lo antes posible”, escribió. “No te escribo otra carta después de esta. Si tienes oídos, escucha bien”.
Después de unos meses, se presentó en la casa de Issa con su hija. Tomaron un bus que después de 9 horas los trajo de Chavakali a Nairobi. Issa estaba encantado. No había visto a Mwanaidi desde que era un bebé. Su madre política le dijo a la nieta que ese señor era su padre. Issa miró a Mwanaidi esperando algún gesto. No tenía ni idea de quien era él. Después de unas horas marcharon abuela y nieta de vuelta a Mwanaidi.
Pronto, Issa volvió a sus quehaceres diarios. Con la misma energía con que la lluvia golpeaba los tejados de hojalata en Kibera, Issa se puso un par de pantalones de color rosa, una chaqueta vaquera desteñida y sus botas de agua. Cogió unas cuantas botellas de Dark and lovely, las puso en su bolsa de deporte y salió a recoger dinero de sus ventas para hacer otras nuevas. Tenía muchas paradas que hacer: “Ladies Choice” (la elección de las mujeres), “el Salon de Mama Anyango”, “Cortes de pelo vigorosos”.
Pero la lluvia alejó a la mayoría de los clientes, y cuando no hay clientes, los dueños de las peluquerías no compran. Se encontró una de las peluquerías completamente vacía. Un sastre vecino le informó que el dueño del salón había muerto de sida.
Le debía a Issa 75 céntimos, dinero que necesitaba para comida y medicación.
“No le puedo pedir a la familia este dinero”, dijo. “Ellos ya tienen su propia tristeza”.
Artículo original del periodista Davan Maharaj de Los Angeles Times traducido por nuestra compañera Silvia y otros.
Fotografía: Timonyyo
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