Revista Talentos

Una voz para los invisibles

Publicado el 06 diciembre 2014 por Horacio Beascochea @ecosymatices

Una voz para los invisibles

Macabéa llega a Río de Janeiro, desde la pobreza más extrema con el deseo de cumplir sus sueños. ¿Cuáles? Sentirse plena, ser feliz, que le dicen. Termina alojándose en los barrios pobres de Río y consigue un trabajo de mecanógrafa, con el que pretende salir adelante.

Allí conoce a Olímpico de Jesús, trabajador metalúrgico que trabaja horas y horas, intentando un ascenso social que percibe como imposible, pero que hará lo necesario para lograr. Tanto que cuando ve a Gloria, amiga de Macabéa y que tiene una situación económica algo mejor, decide abandonarla.

Algo de esto cuenta "La hora de la estrella", de Clarice Lispector, una historia de dos emigrantes que huyen del interior, con la esperanza de torcer un destino que parece sellado.

La obra, es una novela sobre la pobreza anónima. Esa que no vemos o no queremos ver, con muchísimas referencias a la muerte, acaso porque están demasiado cerca, cuando los humanos somos menos que humanos.

Ambos protagonistas son huérfanos y conocen el desamparo. No solo afectivo, sino la exclusión de un sistema que los excluye y aliena, noción que se percibe más en Macabéa, que por momentos no es consciente de su situación y se conforma con "cosas simples", como el vivir en una pieza y tomar una Coca Cola.

Pero "La hora de la estrella" no cuenta solo esto, también es una reflexión sobre la escritura y la última novela de la autora brasileña, que moriría un año después, voz que se percibe en la historia a través de Rodrigo S.M., el narrador de esta historia.

Pretendo, como ya insinué, escribir de modo cada vez más simple. Además el material del que dispongo es parco y demasiado sencillo, las informaciones sobre los personajes son pocas y no muy reveladoras, informaciones estas que penosamente llegan desde mí para mí mismo. Es un trabajo de carpintería.

Sí, pero no olvidar que para escribir no-importa-qué mi material básico es la palabra. Así es que esta historia estará hecha de palabras que se agrupan en frases de las que se volatiliza un sentido secreto que sobrepasa palabras y frases. Está claro que, como todo escritor, estoy tentado a usar términos suculentos: conozco adjetivos esplendorosos, carnosos sustantivos y verbos tan elegantes que atraviesan agudos el aire en busca de acción, ya que la palabra es acción, ¿o no están de acuerdo?

Pero no voy a adornar la palabra porque si llego a tocar en el pan de la muchacha, el pan se convertirá en oro y la joven (ella tiene diecinueve años) y la joven no podría morderlo y moriría de hambre. Tengo entonces que hablar de un modo sencillo para captar su delicada y vaga existencia.

"Lo que pasa es que sólo escribo lo que quiero, no soy un profesional y necesito hablar de esa nordestina si no me ahogo. Ella me acusa y el modo de defenderme es escribir sobre ella. Escribo con los trazos vivos y ríspidos de la pintura", afirma el narrador.

Mientras tanto, la historia avanza: Macabéa tiene tuberculosis, enfermedad que prefiere ocultar. Su amiga Gloria, la ve muy triste y le recomienda que visite a una adivina.

Madame Carlota le predice un futuro feliz, con un hombre al que conocería y con el que se casaría. Feliz por las promesas, sale obnubilada y es atropellada por un Mercedes de color amarillo conducido por un hombre rubio.

Salió de la casa de la cartomante a los tropiezos y se detuvo en el callejón oscurecido por el crepúsculo; el crepúsculo, que es la hora de nadie. Pero ella estaba con los ojos alucinados como si el último final de la tarde fuese una mancha de sangre y oro casi negro. Tanta riqueza de atmósfera la recibió con la primera mueca de la noche que, sí, sí, era profunda y fastuosa. Macabea se quedó un poco aturdida sin saber si atravesaría la calle pues su vida ya había cambiado. Había cambiado por las palabras -desde Moisés se sabe que la palabra es divina. Hasta para cruzar la calle ella ya era otra persona. Una persona grávida de futuro. Sentía en sí una esperanza tan violenta como jamás había sentido una desesperación tan grande. Si ella ya no era más ella misma, eso significaba una pérdida que valía como una ganancia. Así como había sentencia de muerte, la cartomante le había decretado sentencia de vida. Todo de repente era abundante y abundante y tan amplio que sintió ganas de llorar. Pero no lloró: sus ojos resplandecían como el sol que moría.

Entonces, al dar el paso con el que bajaba de la vereda a la calle para atravesarla, el Destino (explosión) le susurró veloz y goloso: ¡es ahora, es ya, llegó mi turno!

Y enorme como un transatlántico el Mercedes amarillo la atropelló; y en ese mismo instante, en algún lugar único del mundo, un caballo como respuesta se empinó en una carcajada de relincho.

Al caer, Macabea todavía tuvo tiempo de ver, antes de que el auto se diese a la fuga, que ya comenzaban a cumplirse las predicciones de madame Carlota, pues el auto era muy lujoso. Es una caída de nada, pensó, apenas un empujón. Había golpeado con la cabeza en el borde de la vereda y quedó caída, su cara mansamente vuelta hacia la cuneta. Y de la cabeza un hilo de sangre inesperadamente rojo y sabroso. Lo que quería decir que a pesar de todo ella pertenecía a una resistente raza enana obstinada que un día tal vez reivindique el derecho al grito.

"Reivindicar el derecho a grito", un deseo de Lispector. Como en muchas obras de la autora, su prosa desliza más de un discurso y el desarrollo de los acontecimientos se entrecruza con sus reflexiones ¿Será verdad que la acción va más allá que la palabra? Pero que al escribir, el nombre real sea dado a las cosas. Cada cosa es una palabra. Y cuando no la tiene, se la inventa. Fue el Dios de ustedes el que nos dio la orden de inventar. ¿Por qué escribo? Antes que nada porque capté el espíritu de la lengua y así a veces la forma hace al contenido. Escribo por lo tanto no a causa de la nordestina sino por un motivo grave de "fuerza mayor", como se dice en los requerimientos oficiales, por "fuerza de ley". Sí, mi fuerza está en la soledad. No tengo miedo ni de lluvias tempestuosas ni de grandes vendavales desatados, pues yo también soy la oscuridad de la noche. Aunque no aguante oír ni silbidos ni pasos en la oscuridad.

Macabéa muere en la calle, quizás porque en el fondo ella no había pasado de ser una cajita de música medio desafinada, como la literatura, que, algunas veces, nos permite reconocernos en las historias de otros o captar la vaga existencia, acaso uno de los propósitos de esta novela.

Una voz para los invisibles


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