El escupitajo tiene la precisión de una mira telescópica. En el exacto centro del mármol rojo, la única losa entera que sobrevive cerca de nuestras sillas.
Kin se encoje de hombro.
—... echan demasiada yerbabuena en esta cosa.
—¿Y por qué lo masticas?
— ... está rico —me sonríe, con otro ramajo nuevo en los dientes.
La silla de plástico hace daño entre los omóplatos y tengo que corregir la posición. Por delante tengo las piernas, enganchadas en otra silla de plástico blanco. La de Kin es una roja, de Coca Cola.
Han encendido la línea del paseo marítimo. Nos lo hemos perdido por mirar una bola de yerbabuena a medio masticar.
—¿Esto es una de esas cosas tuyas, Lan?
—Hoy llamas cosa a todo.
—... porque la tierra es... una cosa...
La mariposa nocturna golpea en un mi pelo con un crujido y huye hacia la cabeza de Kin. A su vaso.
—¡¡Quita, cosa!! —con aspavientos, encerrado entre las dos sillas. La brisa marítima se mezcla con el olor verde, mejor que ningún chicle.
—Sí.—Sí, ¿qué?
—En otro septiembre hablaré de este septiembre.
—¿Y en esa cosa tuya también diré cosa?
—Podrás decir lo que quieras...
—Ajá...
—A fin de cuentas, no estás aquí.
—Pero de eso no se ha dado cuenta nadie. Sólo la polilla.
—Qué más da. Tampoco nadie acierta cuando ponen la etiqueta ficción.
Casi es de noche. El dueño pulsa las luces exteriores de la terraza y conecta el hilo musical.
—Voy a pedirme otra cosa de yerbabuena, Lan.