Eran los albores de la democracia, promediando los ochenta; había algarabía y júbilo en el pueblo, un pueblo que la había pasado tan mal que se abrazaba a cualquier esperanza sin pensar mucho en las consecuencias a futuro. Los procesos de reconstrucción implican demasiados cambios y muchos sacrificios. Pero eso llegó tiempo después. En ese entonces yo me había cansado de recorrer sin éxito el país entero buscando algún diario o alguna editorial que necesitara redactores o correctores. Era una tarea difícil, empezaba a pagar la cuenta de haber tenido trabajo y tranquilidad durante el período oscuro. Nadie se animaba a darme razones concretas, me esbozaban excusas débiles y formales, pero tanto ellos como yo sabíamos perfectamente hasta dónde se extendían las raíces de sus negativas. ¿Qué tendría que haber hecho? ¿Dejar de escribir? ¿Rechazar las propuestas que recibía para publicar mis artículos, escandalizarme por cada modificación que realizaban sobre mis textos? ¿Negarme a todo, pasar a la clandestinidad, editar pasquines que dijeran “revolución” en letras grandes y rojas? ¿Vivir de noche, en la sombra, tener un alias, salir armado? ¿Olvidar mi trabajo, mis amigos, mi carrera? ¿Preocuparme por cómo estaría creciendo mi hija, por cuánto lloraría su madre cuando mi última foto apareciera en la tapa de algún diario? Tal vez. Porque al fin y al cabo me encontraba en la misma situación que si hubiera hecho todo eso, pero sin haber hecho nada. No tenía trabajo, mi familia se negaba a verme, mis antiguos amigos ya no me hablaban, y en el último año había experimentado una notable inclinación hacia la bebida y el ostracismo.
Me fui a Córdoba y me instalé con mis pocas cosas en un pueblito en las sierras. Me pasé casi un año viviendo en esa tranquilidad, trabajando de lo que encontraba, de changa en changa. El pueblo era chico y agradable, aunque el progreso lo tenía bastante relegado. A pesar de contar con instalaciones eléctricas, por las noches se cortaba el suministro para colaborar con la reducción del consumo y atravesar la emergencia energética lo más pronto posible. El pasaje del smog de la ciudad al aire puro y sano de las sierras me sentó muy bien; dormía espléndidamente y había dejado de fumar, lo que no pude dejar fue de tomar. Todas las noches, a la luz de las velas o de un farol a kerosene, me tragaba un libro entero acompañado de alguna botella. La bebida se conseguía fácil, el problema eran los libros; era ingenuo imaginar una librería en el pueblo y en verdad, recién empezaban a salir a la luz las nuevas ediciones de todas las obras prohibidas, perdidas y quemadas durante el Proceso.
No recuerdo bien cómo, pero cerca del invierno conseguí que me emplearan como chofer de transporte. El trabajo consistía en ir hasta la ciudad (Córdoba Capital o Santa Fe, según la disponibilidad) y ocuparme del aprovisionamiento de gas para el pueblo; llevaba garrafas vacías y las traía llenas. Simple y bien pago. En uno de esos viajes a Santa Fe conocí a Durban. Era uno de los empleados de la empresa que envasaba el gas, por esa época todavía estatal. Yo estaba en el parque del establecimiento esperando que me cargaran las garrafas, leía un libro a la sombra de los tres únicos árboles que había. Durban salió del edificio mayor por una puerta metálica que daba a un camino estrecho de canto rodado, comenzó a caminar rumbo a una oficinita que había a unos treinta metros, pero en cuanto me vio cambió de dirección y se me acercó. Tendría más o menos mi misma edad pero aparentaba varios años más, tal vez por las líneas faciales que se le marcaban profundas en cada gesto, el ritmo pausado de su dicción y el aplomo de sus palabras. También pudiera ser por el poco brillo de sus ojos. Físicamente no era gran cosa, aunque me llevaba un par de centímetros, su contextura era desgarbada y aparentaba, todas las veces que lo vi, estar a punto de quedarse dormido. Siempre me dio la sensación de ser un hombre triste y apesadumbrado, pero con el tiempo me di cuenta de que Durban era una persona vivaz que disfrutaba cada momento que vivía. Me saludó cortésmente con la cabeza, se interesó de inmediato por el libro, una edición de bolsillo de “Los Lanzallamas” de Arlt que había conseguido en San Telmo un par de años antes. Me contó que era un lector apasionado y que había intentado sin suerte incursionar en la literatura; cuando le dije que yo era escritor y periodista se interesó aún más, creo que hasta le cambió el color de la cara y se le fue por ese rato la palidez mortuoria que siempre lo acompañaba. Charlamos un buen rato hasta que estuvieron listas las garrafas, básicamente de los escritores y libros que preferíamos, y de los que odiábamos también. Felizmente teníamos muchos puntos en común. Tengo que volver al pueblo, le dije, y nos despedimos con la promesa de que la próxima vez que me tocara ir a Santa Fe preguntaría por él en la oficinita, así seguíamos con la charla; según Durban, era raro encontrar entre los operarios alguien con quien hablar de otra cosa que no sea mujeres, motores, política o fútbol.
Pasaron dos meses hasta que volví a Santa Fe. Llegué cerca del mediodía y cumplí con mi promesa; entregué las garrafas y pedí en la oficinita por Miguel Durban. A los cinco minutos salió por la misma puerta metálica de la primera vez, con un cuaderno azul bajo el brazo. Llevaba un traje gris claro, una camisa celeste y una corbata verde inglés, la primera vez no le había prestado atención a su manera de vestir; comprendí que no era un simple operario, tal vez un administrativo de la empresa o quizás algún tipo de empleado jerárquico. Me estrechó la mano y sin darme opción a negarme me invitó a almorzar. Fue un almuerzo bastante extraño, pero pronto entendí que así eran siempre las cosas con Durban. Mientras esperábamos la comida (bife con ensalada para él, con fritas para mí), me confesó que después de conocerme estuvo pensando mucho y había llegado a la conclusión de que yo era el hombre indicado para ayudarlo con su misión. Para una segunda salida las cosas van demasiado rápido, pensé. De todas maneras me dio curiosidad y escuché atentamente su planteo. Nunca hubiera imaginado que ese tipo, a primera impresión tan poco interesante, fuera dueño de una locuacidad temeraria, y mucho menos que los engranajes de su cabeza estuvieran tan desfasados.
- Verá, Claudio, – durante los años que duró nuestra amistad Durban nunca me tuteó. – usted y yo vamos a cambiar el mundo. No me mire así, hombre, que no estoy loco. Escuche primero. –
Sin alterar en ningún momento el ritmo pausado de sus palabras, me contó su historia y me reveló su plan. El preámbulo duró una botella de vino blanco. Para cuando llegó la segunda, con los bifes, las fritas y la ensalada, Durban ya apoyaba sus ideas con las anotaciones que había desperdigado en el cuaderno azul con letra prolija y numerosos gráficos trazados con escuadra. Fascinante. Me dejé llevar, en algún rincón de mi interior algo empezaba a encenderse. Por la tercera botella el bodegón comenzó a vaciarse de gente, y por la cuarta quedamos completamente solos, con el mozo y el cocinero cabeceando en el mostrador. Yo había sucumbido al encanto de los delirios de Durban. Hacía rato que nada me movilizaba de esa manera, estaba tan enfrascado en una rutina voraz que interpreté el pedido de ayuda de Durban como la soga que me sacaría del pozo de la indiferencia y la inacción. El almuerzo se extendió hasta las cinco de la tarde, el tiempo se nos escurrió sin darnos cuenta. Cuando volvimos a buscar las garrafas, las rejas de entrada estaban cerradas; Durban no dudó en ofrecerme pasar la noche en su casa y yo no dudé en aceptar, porque con el camión adentro no tenía forma de volver al pueblo. Nos fuimos caminando hasta su casa, llegamos con el sol ya bajo. Durban se sentó a la mesa y se sumergió en su cuaderno, cada tanto hacía una anotación y miraba por la ventana. Yo me desplomé en el sofá de la sala de estar y enseguida me quedé dormido.
Al otro día me quedé sin trabajo. El invierno en las sierras no es amigable. No me desesperé, de alguna manera había comprendido la señal del destino. Llamé a Santa Fe y a la semana siguiente ya estaba viviendo en la casa de Durban. Establecimos una buena sociedad, él se encargaba de la logística, aprovechando los beneficios de su jerarquía en la empresa (era supervisor de planta). Tenía acceso a varios contactos y nadie controlaba sus llamados ni sus ausencias por reuniones en horas laborales. Yo me encargaba de la parte intelectual del asunto. Mi primera tarea fue transcribir todos los cuadernos azules, porque el que Durban había llevado al almuerzo era sólo el resumen años y años de investigación y teoría. En total eran doce cuadernos, todos azules, todos iguales, escritos de principio a fin con la misma letra y la misma tinta, en donde desarrollaba al detalle, aunque con demasiada asepsia para mi gusto, los conceptos, ideas y proyecciones que se habían convertido en su obsesión. Por supuesto, también incluían el manual de instrucciones y comportamientos a seguir, como ya me había adelantado en ese almuerzo iniciático. Él conocía perfectamente sus limitaciones: era un escritor mediocre que carecía de recursos a la hora de despertar interés y generar un texto coherente y persuasivo, por eso me necesitaba. Yo iba a darle forma a la razón de su vida para que sus ideas no murieran abandonadas dentro de su cabeza como otras que han tenido tantos, y que nunca nadie conoció. Yo, Claudio De Santis, fui el redactor, corrector y editor del primer libro de Miguel Durban, “Los Guardianes”.
Apenas salido de imprenta, nos pasamos dos días repartiendo ejemplares en la plaza principal. Habíamos impreso también quinientos volantes con la fecha, hora y lugar preciso para el encuentro. A mí me daba cierta impresión tanta divulgación, me asustaba que la policía nos pidiera licencia y habilitación, pero Durban estaba completamente convencido de que estábamos en el buen camino, no por nada se había hecho cargo del costo total de la imprenta. La semana siguiente me ocupé de enviar por correo los ejemplares que nos pidieron por suscripción (hábilmente incluimos en la primera página del libro nuestro apartado postal para tales fines, teníamos todo pensado), y Durban pasó un par de días consiguiendo equipamiento. Ambas cosas también salieron de su bolsillo. Desde Córdoba me enviaron un telegrama preguntando qué hacer con las cosas personales que había dejado allí: los libros, el sol de noche, un par de zapatos y la máquina de escribir. No contesté. Poco me importaban ya esas nimiedades materiales, me sentía nuevo y rejuvenecido, no necesitaba ningún recuerdo que me llevara a mis peores épocas de soledad y aislamiento, de dejadez e indiferencia. Una noche, pocos días antes del gran evento, cenábamos en silencio. El cielo estaba de un azul que yo no había visto nunca. Ambos estábamos barbudos y desgreñados, pero felices. Después de un proceso vertiginoso nos encontrábamos a pasos de cumplir con lo que nos habíamos propuesto; mi amigo iba a cumplir un sueño, o lo más parecido a un sueño que había tenido, y yo por una vez en mi vida iba a terminar algo que había empezado.
- Gracias, Claudio. – me dijo levantando el vaso de vino. – Sin usted nada de esto hubiera sido posible. Estamos a las puertas de un momento histórico. –
- No, Durban, gracias a vos. – respondí sin mentir. – Nada de esto puede ser posible nunca sin alguien que crea. Y vos sos un convencido, Durban, un convencido. – realmente sentía lo que le decía, más allá de las dudas que me generaba la convocatoria. Entonces creo que me leyó la mente, y con la pausa de siempre me despejó las pocas nubes que todavía me daban vueltas por la cabeza.
- Quédese tranquilo, van a venir. Todos. Van a venir, yo sé lo que le digo. La voz se corre rápido, la gente no es tonta, la gente sabe. Nadie quiere quedarse afuera. –
- ¿Vos decís? –
- Confíe. La confianza es todo. –
Dicho esto, se terminó el vino y abrió una botella de ginebra.
***
El convoy salió con el lucero del alba todavía arriba. Nuestra F100 lideraba y marcaba el rumbo, al volante rememoré los largos viajes que hacía con las garrafas, fumando sin reparo. Ahora hacía el mismo camino, pero al revés, de Santa Fe a los cerros cordobeses. En la parte trasera teníamos todo el equipo bien asegurado y organizado. Durban cebaba mate y silbaba un tema de Baglietto. Es de Rosario pero lo quiero igual, me dijo. Nos reímos con ganas y por el espejito vi detrás nuestro la viborita que formaban sobre la ruta los coches, camionetas, motos y sidecars que nos acompañaban en la aventura. ¡Qué ganas tenía de estar con mi hija en ese momento tan pleno! Pasamos por mi antiguo pueblo, recuperé la máquina de escribir y copamos la plaza para tomar un tentempié. La gente se nos acercaba y nos saludaba, a Miguel le pedían que les autografiara el libro, a mí no, a mí me convidaban galletitas, pero todo estaba bien. No tardamos mucho en retomar el camino, queríamos llegar lo antes posible, para prevenir algún error de cálculo. Faltaba tan poco que una equivocación hubiera sido imperdonable. Cuando llegamos nos asombró ver que un grupo de gente ya estaba en el lugar armando la base de lo que parecía un campamento. Todos se alegraron de vernos y nos recibieron con gritos y movimientos de brazos al viento; Durban me miró satisfecho, repitió de memoria un fragmento de su libro, del capítulo “Organización y Prevención”, después miró las tiendas que se empezaban a levantar y dijo algo sobre la realización. Así se nos fue el primer día, anocheció suavemente, con el mismo ritmo con el que se armaban las carpas, se alistaban los puestos de vigilancia, se prendían los primeros fuegos, y los más extenuados se sentaban sobre algún tronco a tomar mate. Hacía un frío de perros. Si me hubieran preguntado un año antes, ni por las tapas hubiera imaginado encontrarme así, conforme, más bien mi proyección hubiera tenido que ver con un ex escritor borracho olvidado en el medio de las sierras, expiando culpas durante el día y llorando por la noche. ¡Si me hubieran visto mis compañeros de redacción de “Realidad”! Aquellos que cuando los necesité se guardaron las manos en el bolsillo, se hubieran muerto de envidia al verme tendido en el pasto, con mi café con whisky, mirando el chisporroteo de las brasas y esperando que se caliente el guiso de cordero. La ladera del cerro se me antojó un lugar hermoso, así como estaba, con olor a verde, con la imponencia de las maravillas naturales que se asumen como tales, con la magia pura que se desprendía de cada centímetro de tierra, de cada yuyo que pisábamos. Me dieron ganas de llorar.
- Claudio, ¿sos vos? – me preguntó una silueta a contraluz del fuego. – ¡No lo puedo creer! ¡Sos vos! – Cuando se acercó más lo reconocí. Era Pichón, uno de los fotógrafos que teníamos en el diario; un fenómeno, sus fotos del Mundial son todavía recordadas, salieron en todos lados.
- ¿Qué hacés, Pichón? Qué bueno verte. ¿Te mandaron a cubrir esto? Qué lo parió, hicimos ruido, ¿eh? –
- Sí, laburando un poco. Mandaron a varios, algunos te conocen, pero les dio vergüenza acercarse a saludar. Vergüenza o qué se yo. En fin, no puedo creer que seas vos el ideólogo de todo esto che, no te hacía fanático de estas cosas. Te hacía más intelectual. -
- Jejeje, gracias por lo de intelectual, no sé cómo tomarlo. Igual, yo no soy el ideólogo de nada, simplemente ayudé a un amigo, ¿ya lo conociste a Durban?; y tampoco soy fanático, pasa que a veces tenés que creer en algo, sino hay que levantarse y dejarle el lugar a otro. El carro tiene que seguir andando, Pichón.
- ¡Dejate de joder! Ja ja ja, ¿quién hubiera dicho, eh?, si todos los quilombos que tuviste fueron porque todo te importaba un carajo, y del carro tiraban los demás. ¡Qué grande Claudito! El que nunca creyó en nada. –
De pronto hubo murmullos y corridas por todo el cerro, las estrellas desaparecieron, la noche se iluminó de linternas y el concierto de los grillos quedó aplastado por las voces de asombro. Los cálculos eran correctos. Teníamos, él tenía, razón. Era hora de pasar a la historia, y como me había dicho Durban en la primera conversación, meses atrás, nadie quería quedarse afuera. Me llené de orgullo y de pertenencia. Fue la primera vez que escuché a Durban levantar el tono de voz, venía al trote remontando el cerro, agitando el cuaderno azul en la mano derecha y los pocos pelos que le quedaban totalmente despeinados.
- ¡Ahí vienen, Claudio, ahí vienen! ¡Es ahora! ¡Es ahora! – la emoción lo llevaba en andas, pero también noté en su cara un pequeño asomo de miedo. Pasó corriendo entre Pichón y yo, se metió en nuestra carpa y dos segundos después salió como un rayo con el casco puesto. Pichón me miró, yo lo miré. Me puse mi casco y me lo abroché.
- Yo creo en casi todo. – le dije ajustando los prismáticos y echando la cabeza hacia atrás.