Estos días estoy en plan empacho familiar -familia política, se entiende...
Mi suegra parece que está muy contenta, pues según ella esta vez estoy muy simpática y hablo a todos -no sé de dónde ha podido sacar que no soy simpática, y mucho menos, que no les digo palabra cuando les veo. Léase pues que escucho sus historias de cuando mi marido aprendió a andar (él solito, persiguiendo a su vaso de agua rojo, que se había caído), la miro con paciencia cuando comenta lo poco que le gusta la antigua novia de su hijo o sonrío ante su eterno comentario de "yo quiero a mis tres hijos, ¿eh?, pero mi niño, es mi niño". Y para que quede claro, su consuegro -papá- habrá ganado un hijo -en mi boda-, pero el hijo es suyo. Y punto. Chist, y oiga, que no olvida ni perdona, que lo dice ella muy seria. Dios me pille confesada...
Pero hay algo que no me gusta, claro. Tranquilos todos, que no tengo problemas con mi suegra -¿tal vez porque vive a 500 kilómetros de mi casa?-, pero eso de "ya estamos todos los de la familia, tú eres la última que llegó". Pues que no, mire. Quizá es que yo tengo una idea de familia muy abierta y liberal, o que ya tengo suficiente con la mía y propia, pero eso de que ya pertenezco a la suya como si fuera una propiedad privada... Mujer, que no, que no me estaban esperando como agua de mayo, que mi familia la monto en mi casa. Y es que a mí no me va mucho eso de ir todos juntos a todos lados, en plan pack de súperoferta, como hacen los de mi marido, que soy más independiente, vaya, y no me van las comidas obligatorias con los abuelos los fines de semana y todas las santas tardes a la fresca en el jardín.
Pero esto no se lo digo, claro, no sea que no olvide ni perdone y me persiga en forma de ectoplasma en el futuro. Así que sonrío, me acomodo en el banco del parque y escucho por enésima vez lo rápido que mi marido aprendió a andar siendo un bebé...