El umbral del frío es ancho. Una frontera basta y extensa. Una llanura diáfana que linda con tetas gordas de un lado y coños peludos del otro. A medida que me acerco el corazón me palpita dormitando con el ritmo lento del plomo líquido y el tiempo. Ya el límite es una pared encalada que ciega, que impide. Una verticalidad que deslumbra y marea. Y de pronto el calor, el ocre, el vértigo; hasta que al poco todo da vueltas y ya no sabe dónde está. Dónde ir. Cómo llegar ni cómo volver. Antes de que oliera a tierra él ya sabía que llovería. Y ni aun así supo o quiso escapar.