Me gusta soñar. Si por mí fuera, pasaría la vida entera durmiendo y dando rienda suelta a mi subconsciente. Tengo la suerte de que mis sueños son vívidos, que tienen color, aroma, sabor e incluso tacto. Puedo pasar de participar en una batalla espacial a besar a la chica de mis sueños —y nunca mejor dicho—. Es al abrir los ojos cuando te das de bruces con la realidad y dejas escapar un suspiro, mezcla de resignación y tristeza, antes de enfrentarte a un nuevo día. Un nuevo día que, paradójicamente, está lleno de sueños.
Sueñas con un trabajo ideal, con la casa de tus sueños, con viajes de ensueño y con despertarte al lado de la persona que da sentido a tu vida. Sueñas y sueñas. Lo malo de soñar despierto es que las cosas requieren tiempo, esfuerzo y, sobre todo, valor, mucho valor. Del tiempo ya he hablado, de la sombra que nos acecha y que sólo vemos de vez en cuando por el rabillo del ojo. El esfuerzo abunda o escasea, pero todos podemos entrenarlo hasta conseguir la ansiada constancia que hace que terminemos lo que empezamos. Es en el valor, me temo, donde me veo más desangelado.
Sueño despierto, pero hoy por hoy vivo con dos grilletes en los tobillos. Estoy atado a una realidad que me va matando, que absorbe mi energía y la escupe. Si soy honesto conmigo mismo, debo admitir que la llave de mis cadenas la tengo yo y sólo yo. El problema es el valor, la falta de él más bien. Se necesita valentía porque, en el momento que te lanzas a volar, corres el riesgo de acabar de nuevo en el suelo, esta vez con un par de huesos rotos. Faltan cojones, hablando claro, para coger el toro por los cuernos y no dejarse atrapar por reglas y convenciones absurdas que seguimos sin preguntarnos por qué.
Estudia, dedícate en cuerpo y alma a esa tarea, fórmate bien, ten un par de carreras y especialízate con un máster, aprende inglés, domínalo, encuentra un trabajo y déjate los próximos cuarenta años de tu vida allí. Resumiendo: hipoteca tu vida y tus sueños. Y lo curioso es que consideremos este plan como el mejor que se nos puede ocurrir. Pues bien, a este plan maestro sólo puedo decirle una cosa: a la mierda.
A la mierda porque, haga lo que haga, el final del camino es el mismo para todos. Da igual que dirección tomes en la encrucijada, la única diferencia será el llegar antes o después a tu destino. Y lejos de angustiarme, me tranquiliza. Me da ese valor del que tan carente ando. Y ahora sé algo que antes no sabía, que no necesito seguir el curso habitual para sentirme realizado y satisfecho con mi vida. Viajes, aventuras, amistades, romances y mil proyectos nuevos que fracasen estrepitosamente. La fecha está marcada en el calendario, una suerte de despertador programado para levantarme y hacer con mi vida lo que realmente quiero hacer. Si eso implica abandonar todo lo que he construido hasta ahora no dudaré. La gente que importa, la que realmente forma parte de mis sueños, siempre estará ahí para recoger mis pedazos.
Valor.