Observando la conducta humana, me doy cuenta de que -como decía Al Pacino en “Pactar con el Diablo”- la vanidad es el pecado por excelencia y el preferido del maligno. Nada puede con ella; ni la inteligencia, ni el amor, ni la estabilidad emocional, ni la seguridad, ni la familia… Ante la fatuidad, todo se desvanece y lo más sagrado deja de tener importancia. No puedo explicarme de otro modo, ciertas actitudes de algunas personas que conozco, demostrando pleitesía ante quienes debieran -aunque sólo fuera por cautela- protegerse. Y todo por la adicción al maldito cumplido (falso y estratega) de rigor.
Es una trampa en la que todos hemos caído alguna vez. Yo, quizás, más que nadie… y es que la vanagloria propia nos puede y nos confunde. Así, la hábil astucia del contrario/a, escondida tras el piropo, el halago, la reverencia, la galantería, la lisonja y -en definitiva- el camelo, nos termina por conquistar y finalmente nos vemos de esta vergonzosa guisa: sin plumas y cacareando, o lo que es lo mismo, dándonos cuenta del ridículo propio y público como si de una Gloria Swanson en “El crepúsculo de los dioses” nos tratásemos. Y, encima, nos lo tendremos bien merecido.
Podría personalizar la entrada, pues tengo un ejemplo latente y doliente, tan cercano a mí como familia que es, pero… ¿para qué? ¿para aumentar el placer de quien lo causa y seguro me lee desde ordenadores ajenos? Sólo espero que ese “ejemplo” recupere la sensatez antes de que le resulte demasiado tarde y demasiado caro. Por desgracia, nadie escarmienta en cabeza ajena. La vanidad -y quien sabe utilizarla a su antojo- ya se encarga de ello…