Le escribo acá porque sé que aquí nunca leerá. Porque no escribo hermoso, y aquel que no lo hace no sólo no merece ser publicado, sino que no merece escribir. Son sus palabras, no las mías. Yo, como Borges, concuerdo en que la belleza es mucho más cotidiana de lo que parece, sino que la miramos menos porque... no sé, quizá porque mucho en ella no ha sido hecho para ser visto, pero sí oído, o tocado, percibido quizás, soñado, recordado o adivinado; y en el resto de sentidos y en lo kinestésico pues nadie más que uno se mete y entonces la cosa se complica...
Qué más da, ud. nunca leerá estas letras. No las he planeado para ud. como las cartas ésas... las que le he enviado, aquéllas por las que me ha elogiado. Bah... miento, si sólo fue una, y me tardé miríadas en componerla.
No pretendo impresionarle, pues, porque esta carta no va dirigida a ud. como quisiera. Debería estar redactándola en el correo electrónico pero no. ¿Que por qué, se pregunta? Pues, porque luego me saca en cara que soy yo quien le busca para luego darle la espalda, arrepentida. Y entonces tendrá la razón, y la razón en ud. es un arma poderosa contra la que ni mi pluma ni mi espada pueden luchar.
Así que me despido de ud. aunque no sé bien por qué, pues esta carta, como todas las demás; como todas las escritas por este medio, jamás serán para ud. porque no las leerá, ni las recibirá, ni se las dedicaré, y ni siquiera le nombraré a ud. en ninguna de ellas.
En ninguna, menos -claro está- en ésta.
Sólo eso.
J.