Subió mi vecina y amiga ha hacerme una visita.
Hacía días que no nos veíamos, aunque si nos sentimos cerca.
La escucho a través de la pared de la cocina trastear entre pucheros.
Ella es una excelente cocinera.
No así yo, que cocino simplemente para subsistir.
También la escucho, cuando cierra y abre la puerta de la calle, cuando sube y baja en ascensor.
Me traía unas exquisitas rosquillas que le había regalado su hijo.
Charlamos un rato de lo que cada una había hecho en estos últimos días.
Algún familiar suyo ha fallecido y otros han enfermado.
Los años no perdonan.
Teníamos pensado hacer un viaje a Barcelona, al igual que el año pasado hicimos a Valencia, pero no se encuentra con fuerzas debido al calor.
Personalmente tenía mucha ilusión.
Pero no va a poder ser de momento.
Quizá para el final del Verano o principios de Otoño.
El tiempo pasa veloz.
Un mes y otro. Una estación y otra. Una semana y otra, un día y otro...
Se escapa la vida, pero no la ilusión.
Cuando se tiene una edad provecta, el organismo a veces se rebela y no quiere acompañar a vivir intensamente aquello que se ama y nos mantiene vivos.
Es como si te cortasen las alas y te impidieran volar.
Y uno se va replegando poco a poco.
Hasta que despiertas del letargo invernal, y te lanzas a vivir una nueva Primavera.
Hasta que el cuerpo aguante.
Hasta que el amor por la vida resista.
La muerte acecha por las esquinas intentado cobrarse su presa.
Por más que una intente esquivarla, ahí sigue con su enorme poder.
Una lucha cuerpo a cuerpo.
Un afán hasta el final de vencer la batalla.
Aún es tiempo de contemplar la belleza.
Todavía quedan días para hacer el bien, antes de que llegue la noche.